
Invertir implica riesgo; esa es la premisa básica de cualquier libro de texto de finanzas. A mayor riesgo, mayor retorno esperado. Así lo dicta la teoría, pero basta con observar el mercado global para que esa relación se perciba, cuando menos, borrosa. Los temores geopolíticos, el sobreendeudamiento de los gobiernos y el hecho de que los mercados bursátiles siguen rozando máximos históricos han llevado a muchos a preguntarse si los inversionistas han dejado de temer o si, por el contrario, el miedo ha cambiado de forma.
En el Perú, un país que ha experimentado volatilidad política, reformas tributarias, debates sobre cambios constitucionales y choques externos como la guerra comercial entre EE. UU. y China, no sorprende que el inversor promedio actúe con cautela. Sin embargo, esa misma incertidumbre ofrece una lección valiosa: el miedo, bien interpretado, también puede convertirse en una fuente de ventaja.
La idea tradicional de riesgo se construye sobre distribuciones de retornos simétricas, donde el peligro se mide por la varianza de los resultados posibles. Sin embargo, en la práctica, a nadie le preocupa obtener un retorno mayor al esperado; lo que nos asusta es perder, y mucho más si ya habíamos ganado antes. Esa aversión a la pérdida, más emocional que racional, distorsiona nuestras decisiones. En lugar de calcular probabilidades, muchas veces evitamos invertir simplemente por el miedo a ver caer el valor de nuestro capital.

Un estudio de Rob Arnott y Edward McQuarrie (2024) cuestiona el supuesto de que un mayor riesgo explica un mayor retorno. Al revisar datos desde 1793, encontraron que un inversionista que compró acciones en EE. UU. en 1804 debió esperar casi un siglo para superar los rendimientos de los bonos. Y aunque el siglo XX fue generoso con la renta variable, más del 70 % del rendimiento adicional sobre los bonos se concentró entre 1950 y 1999. En los demás periodos, el desempeño de las acciones fue discreto o incluso pobre. Si esto ocurrió en el mercado más eficiente del mundo, ¿qué podemos esperar de los mercados emergentes?
Precisamente por eso, hay quienes proponen un nuevo marco: no hablar solo de riesgo, sino también de miedo. En lugar de centrarse en la varianza, plantean evaluar los activos en función de dos temores clave: el miedo a perder (Fear of Losing, FOL, por sus siglas en inglés) y el miedo a quedarse fuera (Fear of Missing Out, FOMO). El primero nos paraliza; el segundo nos empuja a actuar. Esta dualidad explica por qué, incluso en momentos de alta incertidumbre, siguen apareciendo burbujas especulativas: desde criptomonedas hasta acciones sin fundamentos o cartas de Pokémon. En todos los casos, lo que se compra no es solo un activo, sino también la esperanza de no quedar al margen de una ganancia espectacular.

Comprender esta dinámica puede resultar crucial para el inversor peruano. En un escenario donde el acceso a la información es desigual y la educación financiera aún es incipiente, el temor tiende a transformarse en paralización. Muchas familias prefieren dejar sus ahorros en cuentas de bajo rendimiento, sin protección frente a la inflación, o los destinan a inmuebles cuyos retornos se han ido reduciendo. Sin embargo, esta aparente cautela conlleva elevados costos de oportunidad.
El panorama local tampoco está exento de desafíos: el tipo de cambio del sol ha mostrado oscilaciones bruscas; el precio del cobre, columna vertebral de nuestras exportaciones, sigue sometido a factores externos; y la política fiscal adolece de fragilidad estructural. Aun así, surgen indicios de resiliencia: el mercado de capitales crece, se multiplican las plataformas digitales de inversión, aparecen fondos indexados locales y los emprendimientos tecnológicos atraen cada vez más capital.

En este contexto, lo más importante consiste en transformar el miedo en un criterio de evaluación. Un inversor informado no ignora sus temores, sino que los integra en su toma de decisiones. Reconoce que toda cartera está influida por la psicología, por la narrativa del momento y por la capacidad de soportar la volatilidad sin perder de vista el objetivo. Eso requiere preparación, pero también humildad: aceptar que no siempre se puede predecir el mercado, pero sí gestionar cómo respondemos ante él.
Por eso, la mejor forma de invertir en el Perú —o en cualquier mercado emergente— no es eliminar el miedo, sino usarlo como brújula. Preguntarse: ¿tengo miedo de perder algo real o solo una cifra en pantalla? ¿Estoy evitando una oportunidad por temor a una pérdida potencial o por falta de información? ¿Estoy invirtiendo porque creo en el activo o solo porque todos lo están haciendo?
A veces, el mayor riesgo no es invertir, sino quedarse fuera. Pero también es cierto que seguir a la manada por miedo a quedarse atrás puede llevar a los peores errores. En ese equilibrio —entre el FOL y el FOMO— se juega la verdadera inteligencia financiera. Y en un país como el nuestro, donde los ciclos económicos y políticos conviven con oportunidades genuinas de crecimiento, saber leer el miedo puede convertirse en la mejor estrategia de inversión.
