
“Cuando falta la fe de las masas en las ideas de los dirigentes, el Estado se desagrega y el pueblo busca nuevos caminos.” Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel.
Gramsci entendía que la política no se sostiene únicamente sobre las instituciones, sino en un pacto invisible: el de la confianza.
Cuando una sociedad deja de creer en quienes la representan, no se derrumba solo un gobierno: se resquebraja una cultura política. Eso es, justamente, lo que hoy atraviesa la Argentina.
Los partidos que alguna vez supieron interpretar el pulso social —traducirlo en proyectos, organizarlo en comunidad, convertirlo en destino compartido— hoy están vaciados de sentido. Ya no generan ideas ni emociones colectivas: administran los restos de su legitimidad.
Hubo un tiempo en que las fuerzas políticas fueron mucho más que sellos, consignas o maquinarias electorales. Eran organismos vivos: con cuadros, pensamiento, doctrina, territorio, debate y pertenencia. También fueron los grandes mediadores entre el Estado y la sociedad. Pero hace décadas que ese entramado se viene deshilachando. La última elección no marcó el nacimiento de un nuevo orden: firmó el acta de defunción del anterior.
El radicalismo, que alguna vez encarnó la ética republicana, se diluyó entre gestos simbólicos y acuerdos circunstanciales.
El peronismo, que fue sinónimo de movilidad social y proyecto nacional, quedó atrapado en su propia burocracia y perdió contacto con los trabajadores reales, hoy precarizados o convertidos en freelancers, parte de un mundo laboral y de consumo globalizado y digitalizado que la dirigencia ni logra comprender ni dimensionar en su magnitud.
El PRO, que irrumpió prometiendo modernidad y gestión, terminó consumido por sus disputas internas y el vacío del marketing político.
Cuando el discurso se transforma en protocolo y la palabra “pueblo” en eslogan, la dirigencia solo se escucha a sí misma. El resultado es inevitable: nadie les cree.
En las últimas elecciones no ganó Javier Milei: perdió la política tradicional. Lo que triunfó fue el agotamiento. El “que se vayan todos” encontró representación: más digital, más rabiosa, más libertaria, pero con la misma raíz emocional. No se eligió un programa económico ni una ideología coherente: se eligió un grito. Una revancha simbólica contra quienes durante años prometieron futuro y entregaron frustración.
Milei es producto de ese colapso, no su arquitecto. Surgió en el vacío que dejó el sistema. Su discurso resonó en una sociedad exhausta, atravesada por la pobreza, la desconfianza y el cansancio moral. No necesitó fundar un partido: ocupó el espacio que los otros abandonaron.
El desafío, ahora, no es cómo enfrentarlo, sino cómo reconstruir la credibilidad política.
Porque sin confianza no hay contrato social posible. Y sin representación, la democracia se reduce a la gestión de la bronca.
La historia argentina demuestra que cada crisis institucional fue también una crisis de fe. El 2001 fue el hito.
Hoy la política enfrenta una oportunidad tan peligrosa como inevitable: reconstruirse o desaparecer. Volver a ser un espacio de sentido y no solo de poder. Escuchar antes que comunicar. Servir antes que mandar.
Aunque existan dirigentes formados para ocupar el sillón de Rivadavia, enfrentan otra dificultad: ya no abunda el capital humano con la sensibilidad, la preparación y la profundidad necesarias para reconstruir el rumbo. La improvisación y la inmediatez dominan la escena.
“Llorar y dejarse hacerlo no es para cualquiera. Hay que ser valiente. No te seques las lágrimas. Deja que el Espíritu Santo te acompañe en el agradecimiento y la sanación. Las lágrimas te recuerdan que sos un ser humano vulnerable y auténtico”, dijo el padre. ¿Serán capaces las nuevas generaciones de ser lo suficientemente reflexivas y conectadas consigo mismas como para generar empatía frente al dolor del prójimo?
“Mandar es fácil, dirigir es difícil. Porque dirigir significa también escuchar, comprender y convencer.” Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel.
Quien logre conectar con el corazón y el alma de la sociedad podrá transformar la realidad.
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