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El presidente Donald Trump
El presidente Donald Trump

La guerra en Gaza terminó del modo más improbable: no por agotamiento, ni por mediación multilateral, sino por la intervención directa de un solo hombre. Donald Trump, el mismo que hace dos años denunciaba la “debilidad” de la administración Biden en Medio Oriente, logró lo que nadie más pudo: detener una guerra que Israel no sabía cómo ganar y que Hamas no podía seguir perdiendo.

El acuerdo —negociado principalmente por Washington, con la mediación de Egipto, Qatar y Turquía— redefine el mapa político y militar de la región. No es un pacto de reconciliación ni de esperanza, sino de cálculo: una tregua sostenida por presión, amenaza y conveniencia. Pero en la brutal lógica del Medio Oriente, eso alcanza para llamarla paz.

Según los términos del entendimiento, Hamas liberará a todos los rehenes vivos y entregará los cuerpos de los fallecidos. Israel, a su vez, se compromete a un alto el fuego indefinido y a un repliegue parcial de sus tropas, aunque conservará un perímetro de seguridad dentro de Gaza. Aún no está claro cómo será administrado el enclave una vez estabilizado: se barajan opciones que van desde una autoridad conjunta palestino-egipcia hasta una misión internacional tutelada, pero ninguna estructura definitiva fue anunciada.

Nada de esto era previsible hace apenas unos meses. Netanyahu había prometido que no detendría la ofensiva hasta “aniquilar” completamente a Hamas, y Hamas juraba no liberar a los rehenes hasta lograr el retiro total de Israel. Sin embargo, ambos cedieron bajo una presión que ningún otro actor global podía ejercer.

Trump y Netanyahu
Trump y Netanyahu

Trump impuso la secuencia. Ordenó a Netanyahu detener los bombardeos antes incluso de que el acuerdo estuviera firmado, y forzó a Hamas —a través de canales indirectos con Doha y Ankara— a aceptar la liberación total e incondicional de los cautivos. Por primera vez en dos años, la diplomacia coercitiva superó al fuego cruzado.

El mandatario republicano entendió algo que los demás preferían ignorar: la guerra ya no tenía un horizonte militar. Israel había derrotado a Hamas en el campo de batalla —sus batallones fueron destruidos, sus líderes asesinados, su estructura convertida en un mosaico de células dispersas—, pero seguía atrapado en una pesadilla estratégica. Había logrado la victoria militar, pero no sabía cómo administrarla. Continuar la guerra era arriesgar su legitimidad; detenerla, aceptar una paz impuesta.

Hamas, por su parte, se quedó sin cartas. Su liderazgo fue diezmado —Yahya Sinwar, Mohammed Deif y Marwan Issa murieron en operaciones selectivas—, su red de túneles fue destruida, y su capacidad ofensiva reducida a ataques esporádicos. Su única fuerza residía en los rehenes, y la perdió en un acuerdo que, paradójicamente, selló su derrota política.

En los hechos, Hamas aceptó una capitulación parcial: renunció a exigir un retiro total israelí, permitió la presencia de tropas extranjeras y perdió la exclusividad del control de Gaza. Pero el acuerdo también revela la madurez de la diplomacia de poder. Trump logró lo que ni Naciones Unidas ni Europa pudieron siquiera intentar: obligar a ambas partes a ceder simultáneamente. Lo hizo sin discursos morales, sin apelaciones humanitarias, sin promesas de paz eterna. Lo hizo como un empresario que cierra una negociación de alto riesgo, convencido de que la fuerza, bien dosificada, puede comprar estabilidad.

Israel, sin embargo, pagará un precio simbólico alto. La guerra dejó un saldo devastador —más de 65.000 muertos según fuentes palestinas— y una erosión moral sin precedentes. Su narrativa de defensa legítima se vio eclipsada por la tragedia humanitaria y por la maquinaria propagandística de Hamas, que transformó su derrota militar en un relato de martirio. En los campus occidentales, en las redes y en los foros internacionales, la causa palestina vuelve a dominar el discurso público, amplificando una corriente antiisraelí y antisionista que nunca desapareció del todo, pero que ahora encuentra terreno fértil en el cansancio moral de Occidente. La batalla por la imagen no es nueva, pero hoy Israel la libra en un terreno cada vez más hostil.

El otro actor que emerge debilitado es Irán. Su rol como garante y financiador del “Eje de la Resistencia” quedó expuesto como frágil. Teherán no pudo impedir que Hamas capitulara, ni proteger a sus líderes, ni ofrecer una respuesta militar significativa. La guerra en Gaza demostró los límites del poder iraní y la dependencia estructural de sus aliados frente a la presión israelí y estadounidense. Es un golpe político más que militar, pero suficiente para alterar su influencia regional.

Mientras tanto, Gaza enfrenta una reconstrucción incierta. La Franja está destruida física y moralmente. Las facciones palestinas deberán convivir bajo tutela extranjera, y una generación entera crecerá en medio de la ruina, la desconfianza y la narrativa del agravio perpetuo. Será el mayor desafío para cualquier intento de estabilidad futura: cómo gobernar sobre los escombros de una causa que sigue viva en la mente de su pueblo.

Trump, con su estilo característico, no buscó resolver ese dilema. Su objetivo fue otro: detener la guerra, proyectar poder y demostrar que la diplomacia coercitiva sigue siendo más efectiva que los discursos morales. En ese sentido, su éxito es indiscutible. No logró la paz por inspiración, sino por imposición. Y en Medio Oriente, la diferencia es irrelevante.

El mapa del Medio Oriente post-Gaza será menos ideológico y más pragmático. Los Estados árabes moderados respaldaron el acuerdo no por simpatía hacia Israel, sino por desgaste: la guerra había dejado de ser un conflicto entre dos pueblos y se había convertido en una amenaza sistémica para la estabilidad regional. Trump capitalizó ese agotamiento y lo convirtió en capital político.

La historia juzgará su método, pero el resultado es innegable: impuso una paz que nadie quería, pero que todos necesitaban. Y lo hizo en el terreno más difícil de todos, aquel donde la fuerza suele reemplazar a la razón y la diplomacia es solo una pausa entre guerras.

Quizás el verdadero legado de este acuerdo no sea su duración, sino lo que revela del orden internacional que viene: un mundo donde la autoridad ya no proviene de la legitimidad moral, sino de la capacidad de imponer resultados. Gaza no ganó nada, Israel ganó demasiado tarde, y el mundo volvió a aprender que, en Medio Oriente, las guerras no terminan: solo cambian de forma.