
Cuando Cristóbal Colón llegó a América en 1492, el continente no era un territorio vacío ni salvaje que aguardaba la llegada de la civilización. Era un universo habitado, vibrante y diverso, donde florecían culturas con sus propias lenguas, religiones, conocimientos científicos, sistemas políticos y filosóficos. El supuesto “descubrimiento” fue, en realidad, una interrupción.
Antes de la llegada de los europeos, desde los mayas y los aztecas hasta los incas y cientos de pueblos originarios, coexistían sociedades complejas que habían logrado avances notables en astronomía, arquitectura, agricultura, matemáticas y organización política.
Los mayas, por ejemplo, registraban eclipses con precisión matemática, comprendían los ciclos lunares y solares y crearon un sistema numérico que incluía el concepto de cero siglos antes de que Europa lo adoptara. Su arquitectura monumental y su escritura fonética revelan un conocimiento profundo del cosmos.
Los aztecas edificaron una de las ciudades más impresionantes de su tiempo: Tenochtitlán, una construcción con canales, calzadas y sistemas agrícolas flotantes que rivalizaban con cualquier capital europea. Su estructura política y social mostraba un grado de organización y planificación asombroso.
Los incas, por su parte, construyeron caminos y sistemas de riego en geografías imposibles, uniendo territorios y pueblos bajo una red administrativa admirable. Su quipu, un sistema de nudos y cuerdas, fue un modo de registrar información económica y censal que hoy podría considerarse una forma temprana de codificación de datos.
Sin embargo, durante siglos se nos enseñó que la historia americana comenzaba con Colón. Esa narrativa eurocéntrica borró la riqueza de los pueblos que nos precedieron, impuso una jerarquía cultural y configuró una memoria colectiva fragmentada.
Reconocer el pasado no es un acto de nostalgia, sino de justicia; es entender que la civilización no llegó desde afuera, sino que ya estaba aquí, con otros rostros, otros dioses, otros modos de pensar el mundo y de convivir con la naturaleza.
Releer la historia desde América nos invita a recuperar la diversidad como fortaleza, no como amenaza, a enseñar a las nuevas generaciones que hubo saberes originarios que dialogaban con el cielo, la tierra y el tiempo con una sabiduría que hoy la ciencia recién comienza a redescubrir.
Educar desde esta mirada no es sólo narrar hechos pasados, es reconocernos como herederos de esa pluralidad y así podremos construir una sociedad más justa, más solidaria y más humana. En ese marco, América necesita ser recordada, comprendida y celebrada.
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