
En Argentina, más del 70% de la población está activa en redes sociales. Facebook, X, Instagram, TikTok, LinkedIn o YouTube forman parte de su día a día. A través de estas plataformas, las personas se informan, trabajan, venden, militan, se entretienen, se muestran… y también sienten. Hoy, el diálogo ocurre ahí, en ese entorno inmediato, emocional y fragmentado.
Instagram lidera ese ecosistema digital: según el Observatorio FATSA de la Universidad Austral, concentra el 28,6% de los usuarios, seguida de cerca por YouTube (22,3%) y Facebook (21,2%), que aún conservan una presencia relevante. TikTok ya alcanza el 16%, consolidándose como una opción muy popular, mientras que X (ex Twitter) y otras plataformas reúnen un porcentaje menor, con un 9,4% y 2,6% respectivamente.
Este comportamiento no es exclusivo de Argentina. Según un estudio de Oxford University sobre el consumo de medios en América Latina, el 80% de los usuarios se informa online y seis de cada diez lo hacen a través de redes sociales. Una señal contundente para cualquier organización que quiera construir una narrativa con impacto.
Durante los últimos 20 años, vivimos una transformación profunda en los hábitos de consumo y comunicación. Cambió nuestra forma de vivir, de relacionarnos y también de decidir. Las empresas lo saben y se adaptaron rápidamente a estas nuevas reglas del juego.
Hoy, comunicar no es solo contar. Es escuchar, interpretar, conectar. Las comunidades buscan marcas que les hablen en su idioma, que simplifiquen su vida, que entiendan sus tiempos y que les propongan algo más que un producto: una experiencia. La cercanía, el lenguaje claro y la utilidad dejaron de ser un diferencial para convertirse en un punto de partida.
Incluso los medios tradicionales -que durante años marcaron agenda con un estilo vertical y unidireccional- entendieron que, para sobrevivir, debían transformarse. Hoy, muchas redacciones trabajan con inteligencia artificial, piensan contenidos desde los algoritmos y abrazan el formato streaming como una forma de volver a captar la atención de una audiencia cada vez más exigente y dispersa.
Y si los medios cambiaron, ¿cómo no lo harían las marcas?
Las empresas que todavía no se sumaron a esta lógica conversacional corren el riesgo de quedar aisladas, hablando un idioma que ya no se entiende. Porque conectar implica establecer un lenguaje común con los clientes. Un lenguaje que sea funcional, emocional y creativo al mismo tiempo. Que traduzca los objetivos del negocio en historias que importen.
En este contexto, las estrategias de comunicación deben responder a una pregunta básica, pero poderosa: ¿dónde están nuestros clientes y qué están necesitando escuchar? Y no solo para responder a sus demandas actuales, sino también para anticiparse a las que aún no tienen del todo claras.
Y acá aparece algo que para mí es central: las ideas inspiran, pero solo cuando están sostenidas por datos que se convierten en decisiones. Comunicar bien también es saber medir, interpretar señales, detectar oportunidades y ponerle número a lo intangible. Porque sin esa base, toda creatividad corre el riesgo de volverse discurso vacío. La segmentación, la personalización, la escucha activa y la flexibilidad son clave. Ya no alcanza con tener un plan; hay que tener una estrategia viva, dinámica, hecha a medida, que construya vínculos reales. Porque al final del día, lo que sostiene a una marca no es solo lo que dice, sino lo que logra generar en los demás.
La comunicación, bien entendida, no se impone: acompaña. Y en un mundo saturado de información, las marcas que logren volver a lo esencial -esa conexión humana que está en el corazón de toda gran historia- serán las que realmente se destaquen.
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