
El Senado de la Nación se dispone a debatir un proyecto destinado a modificar la Ley que regula los Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU), la delegación legislativa y la promulgación parcial de las leyes (Ley 26.122). Se trata de una discusión central para el equilibrio de poderes, porque está en juego nada menos que la relación entre el Congreso y el Poder Ejecutivo.
La reforma constitucional de 1994 incorporó este instituto excepcional, pero lo hizo con limitaciones estrictas. El art. 99 inc. 3 establece que “… El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”, salvo “circunstancias excepcionales” que impidieran seguir el trámite ordinario para la sanción de las leyes. La propia Constitución, además, excluyó determinadas materias, justamente para evitar que el Ejecutivo avasalle competencias que no le son propias.
La norma vigente desde 2006, impulsada por Cristina Kirchner, determinó que para dejar sin efecto un DNU se requiere el rechazo de ambas cámaras. Ese detalle, aparentemente técnico, terminó siendo en los hechos una carta blanca para el oficialismo de turno: con mayoría en una sola cámara podía garantizar la vigencia de sus decretos. Así, gobierno tras gobierno, el Ejecutivo logró sortear al Congreso, debilitando el proceso legislativo y concentrando en exceso el poder presidencial.

Esta ley, sin embargo, nació con un vicio de origen: su inconstitucionalidad. La Constitución es categórica: “La voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta”. Pese a ello, desde 2006 los DNU quedaron convalidados con la sola intervención de una cámara, en abierta contradicción con el texto fundamental.
Juristas como Eduardo Menem y Roberto Dromi han recordado la verdadera naturaleza de los DNU: “… pues debe existir la concurrencia de circunstancias excepcionales que hicieren imposible seguir los trámites ordinarios previstos para la sanción de las leyes. Que el objeto, que la pretensión, que la necesidad, que la urgencia, no pueda ser satisfecha por la ley”. Y si esas circunstancias no están presentes, advierten, los jueces pueden incluso declarar la inconstitucionalidad del decreto.
A esto se suma la jurisprudencia de la Corte Suprema. En el caso “Morales Blanca” sostuvo con claridad que “el texto de la Constitución Nacional no habilita a elegir discrecionalmente entre la sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un decreto. […] Si se deseaba modificar la solución adoptada por el Congreso […], debió inevitablemente ponerse en marcha el procedimiento ordinario que la Constitución establece para la sanción de una ley”.

En ese marco, el nuevo articulado en debate establece que los decretos “se considerarán aprobados cuando así lo dispongan expresamente ambas Cámaras por la mayoría absoluta de los presentes, en un plazo de noventa (90) días corridos contados desde su publicación en el Boletín Oficial”. A su vez, precisa que el rechazo por una sola cámara o el mero vencimiento del plazo implicará su derogación, aunque con la salvedad de mantener “los derechos adquiridos durante su vigencia”.
Se trata, en definitiva, de restituir un mínimo equilibrio institucional. Porque lo cierto es que, desde 2006, se alteró el diseño constitucional: paradójicamente, un DNU —dictado por el Ejecutivo— podía entrar en vigencia con menos requisitos que una ley sancionada por el Congreso. El DNU se convirtió en un atajo que, lejos de brindar una respuesta transitoria a una situación excepcional, terminó legislando con vocación de permanencia.
En conclusión, la norma actual no solo es inconstitucional, sino que erosiona el sistema republicano. Corregirla no significa un capricho legislativo, sino una obligación institucional. La modificación propuesta no hace más que devolver el procedimiento de aprobación o rechazo de los DNU al cauce previsto por la Constitución Nacional. Y en tiempos de crisis política, el respeto al texto constitucional debería ser el límite infranqueable de todo gobierno.
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