
La figura del narco se ha mitificado en la cultura popular, tanto que incluso desde la infancia algunos aspiran a tener esa vida que se difunde en las canciones de los artistas del momento.
En muchos temas se narra la presencia de lujos, poder, fuerza y respeto, el cual se obtiene a través de la violencia, mientras se evade a las autoridades, y se afecta a la población.
La violencia permanece presente en el discurso aunque “los narcos de antes y los de hoy”, son distintos, pues actuaban de manera diferente, de acuerdo con la investigación de Enrique Guerra Manzo, doctor en Ciencia Social con especialidad en Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).
Época de códigos y pactos: “los narcos de antes”

Entre 1940 y 1980 predominó en Michoacán, así como en otras regiones, la figura del narco noble, una persona que se preocupaba por la gente, razón por la que era asociada a códigos de honor y respeto local, según Guerra Manzo.
“Los ‘marihuaneros’ de antaño no necesitaban punteros, se ganaban el cariño del pueblo haciendo buenas obras y no se metían con nadie más que con el que tuvieran problemas”, destacó Manzo en su libro Territorios Violentos de México.
En muchos casos, los beneficios para la población eran tangibles, pues recibían donaciones, construcción de escuelas, mejora o creación de caminos y hasta relojes para templos.
Este fue el principal motivo por el que eran vistos como “gente de respeto, como cualquier otra persona con honor” y aunque la violencia seguía presente en la región, solía ser entre grupos rivales y no contra los civiles.
Sin embargo, Manzo también mencionó que esta paz era posible gracias a una especie de acuerdo que existía entre el Estado y el crimen organizado.

“A cambio de pagar y someterse al control de las plazas, los delincuentes recibían un margen de operación a cambio de mantener ‘civilizado’ el orden social y evitar el desbordamiento de la violencia”.
Además, durante este periodo el Cártel de Sinaloa era el único de la región, por lo que no había conflictos derivados de la disputa de territorio. De acuerdo con el autor del libro, el precio de esta estabilidad fue la captura de instituciones de seguridad y justicia por parte de los grupos criminales, lo que incrementó la vulnerabilidad ciudadana.
“En lo que concierne a Michoacán, las fuentes disponibles indican que el narcotráfico se inició en las zonas serranas de Aguililla”, destacó Manzo, puntualizando que “con los narcos de antes, no sólo había mejores precios para los campesinos sino también un sistema de intercambio basado en las redes de confianza y el dinero con pago de precios más justos”.
“Ese tipo de personajes que ‘no se metían con el pueblo’ aparecían como benefactores a los que la población suele llamar ‘los narcos de antes’”.
De benefactores a grupos empresariales: “narcos de hoy”

A partir de 1985 la estructura de pactos comenzó a fracturarse, pues a medida que se profundizaba la apertura democrática en las siguientes décadas, el gobierno se debilitó y fue incapaz de imponer su control a los cárteles”, explicó el escritor y mencionó en su libro que “la creación de nuevos partidos significó que no todos estuvieran en el mismo bando”.
“Puede ser que los narcotraficantes sobornen a funcionarios de una ciudad o estado, pero los oficiales federales podrían estar trabajando para su rival”, según Territorios Violentos de México, que cita al periodista Ioan Grillo.
Este panorama dio pie a una competencia de territorio por medio de la violencia para controlar plazas y el negocio del comercio ilícito.
Guerra Manzo refirió que, a diferencia de los antecesores, “los nuevos se transforman en ”organizaciones más complejas y piramidales”, pues se encargaron de perfeccionar la violencia organizada y ampliaron sus fuentes de ingresos.

Así, el arribo de grupos como Los Zetas marcó un antes y un después, ya que “llevaron la violencia a niveles sin precedentes y eso obligó a los demás cárteles a invertir más en su músculo violento”.
Además, “fusionaron dos actividades que hasta entonces habían estado separadas en el aparato de los cárteles: ejercicio de la violencia (sicariato) y operaciones criminales más allá del mercado de las drogas como los secuestros, la venta de protección y la extorsión”.
En esta nueva era, la sociedad se transformó en botín, pues “empezaron a aplicar tácticas de terror, veían a la población civil como un botín de guerra”, documentó en el libro.
La extorsión, el secuestro y la explotación forzada de negocios legales y delictivos se extendió por regiones enteras, encabezada por organizaciones que ya no buscaban legitimidad social, sino control total de territorios, flujos de dinero y actores políticos y estatales.
Fue entonces que las cabezas de plaza -figuras centrales del nuevo crimen organizado- “fungían como una especie de neocacique al servicio del crimen, entre la cúpula del cártel, la población y las autoridades locales”.
Consecuencias y nuevos riesgos

El cambio de modelo fue radical. “La guerra entre todos los cárteles por el control de plazas y de porciones del mercado de lo ilícito detonó incesantes espirales de violencia”, afirmó Guerra Manzo.
El crimen organizado dejó de ser un actor más o menos integrado a la vida comunitaria y pasó a desafiar abiertamente al Estado, disputándole control territorial y ejerciendo funciones casi gubernamentales, desde la impartición de justicia hasta la prestación de servicios sociales, drenando recursos públicos y privados.
La penetración de estructuras mafiosas en municipios, la cooptación de autoridades y el aumento de la brutalidad han marcado una nueva etapa en la historia del narcotráfico en México.
En palabras de Guerra Manzo: “Antes, la policía explotaba a los delincuentes, ahora era al revés: trabajaban para el crimen organizado”.
Los cárteles de hoy no sólo se enfrentan violentamente entre sí, sino que imponen un modelo de expoliación económica y control social sobre comunidades enteras, “socavando la autoridad del Estado” y transformando el modo de vida local.