
Lo que está ocurriendo en Nepal en septiembre de 2025 debe leerse más allá de la anécdota de un intento fallido de restringir las redes sociales. Estamos ante un ciclo de protestas que revela con claridad la fractura entre una generación joven, conectada, precarizada y harta de la corrupción, y unas élites políticas que siguen aferradas a viejas formas de control. El detonante inmediato fue la decisión del gobierno de imponer un registro obligatorio a las plataformas digitales y exigir representantes locales de las empresas de redes sociales. La medida, lejos de aplacar la crítica, encendió la mecha de un movimiento que ya acumulaba años de descontento. El resultado fue brutal: 19 personas murieron en enfrentamientos con la policía, cientos resultaron heridas y el propio primer ministro K. P. Sharma Oli se vio obligado a dimitir tras incendios en edificios gubernamentales, incluido el Parlamento.
El intento de censura produjo un efecto contrario al esperado. En lugar de limitar el flujo de información, movilizó a una juventud que encontró en el bloqueo el motivo perfecto para salir a la calle. Es el clásico caso de un gobierno que subestima el papel simbólico de las tecnologías digitales en la vida política contemporánea. El levantamiento del veto a las redes sociales, impuesto solo por unos días, no bastó para restaurar la confianza; al contrario, la percepción de vulnerabilidad institucional se agudizó. Para Nepal, un país estratégicamente situado entre India y China, con un historial de equilibrios complejos, la crisis abre un periodo de incertidumbre interna y de observación externa. Tanto Nueva Delhi como Pekín se preguntan ahora si la inestabilidad prolongada podría alterar la balanza regional.
Al mirar hacia atrás, las similitudes con el ciclo conocido como Arab Spring son inevitables. En Túnez, la chispa fue la auto-inmolación de Mohamed Bouazizi en diciembre de 2010, un gesto desesperado que expuso la humillación cotidiana de la población frente a la corrupción policial y la falta de oportunidades. En cuestión de semanas, el régimen de Ben Ali, que parecía sólido, se derrumbó. En Egipto, el caso de Khaled Said, un joven asesinado por la policía, circuló por Facebook y Twitter hasta convertirse en el símbolo de un movimiento que reunió a millones en la plaza Tahrir. Allí, la presión popular obligó a Hosni Mubarak a renunciar en febrero de 2011 tras treinta años en el poder. En ambos casos, la combinación de agravios sociales, jóvenes organizados y redes digitales como herramientas de coordinación produjo cambios políticos que el sistema nunca imaginó posibles.
Nepal comparte esos elementos. El componente generacional es clave: los jóvenes, que representan más del 40% de la población, viven entre la precariedad del desempleo y la frustración de un Estado ineficaz. Como sucedió en El Cairo y en Túnez, el hartazgo encontró en lo digital no solo un canal de expresión, sino un campo de batalla. Las cifras hablan por sí solas: más del 65% de la población nepalí tiene acceso a internet, y en las zonas urbanas el uso de redes sociales es superior al 80%. Esto significa que intentar regular o restringir ese espacio equivale a tocar el nervio central de la vida política contemporánea.
Sin embargo, la historia también muestra las advertencias. En Egipto, tras la caída de Mubarak, el entusiasmo revolucionario fue sustituido por la incertidumbre de una transición que acabó con el ascenso de Mohamed Morsi y, poco después, con un golpe militar que llevó a Abdelfatah al-Sisi al poder. Es decir, la energía social no siempre se traduce en democracia consolidada; a veces abre la puerta a nuevas formas de autoritarismo. En Libia, la revuelta derivó en guerra civil y la intervención de la OTAN en 2011, terminando con el derrocamiento y asesinato de Gaddafi, pero sin garantizar estabilidad. Hoy, catorce años después, el país sigue fragmentado. En Siria, la represión inicial de protestas pacíficas en Daraa degeneró en un conflicto devastador que involucró a Rusia, Irán, Turquía y Estados Unidos, con consecuencias humanitarias de millones de desplazados. En Yemen, la dimisión de Ali Abdullah Saleh en 2012 no impidió el colapso estatal, y desde 2015 la guerra civil mantiene al país en la peor crisis humanitaria del planeta.
Nepal no es idéntico a esos escenarios, pero los paralelismos invitan a la cautela. Las estadísticas económicas no auguran un panorama alentador: la economía depende en gran medida de las remesas (más del 20% del PIB), el desempleo juvenil ronda el 30% y la desigualdad entre áreas rurales y urbanas sigue creciendo. En un contexto así, cualquier chispa puede encender ciclos prolongados de protesta. El vacío dejado por la dimisión de Oli debe resolverse con elecciones claras o con un gobierno de coalición capaz de ofrecer legitimidad. Si el proceso se percibe como manipulado, la inestabilidad puede cronificarse, con consecuencias no solo para la gobernabilidad interna, sino para la inserción internacional de Nepal.
La comparación con Sri Lanka en 2022 también es pertinente. Allí, el colapso económico provocó protestas masivas que llevaron a la dimisión del presidente Gotabaya Rajapaksa.
El guion se parece: una ciudadanía empoderada en las calles, instituciones desbordadas y élites que ceden cuando la legitimidad se vuelve insostenible. Nepal aún no ha sufrido un colapso macroeconómico de esa magnitud, pero las señales de fragilidad están presentes.
La historia nos recuerda que, en sociedades con alto desempleo juvenil y crisis de confianza en las instituciones, la presión social puede encontrar cauces impredecibles.
El factor geopolítico agrega otra capa de complejidad. Nepal es un país bisagra: comparte fronteras con India y China, potencias rivales que lo ven como espacio de influencia. En años recientes, Katmandú se acercó a Pekín mediante proyectos de infraestructura vinculados a la Iniciativa de la Franja y la Ruta, al mismo tiempo que dependía de Nueva Delhi para comercio y abastecimiento. La caída de Oli plantea dudas: ¿habrá un viraje hacia la India como forma de balance? ¿Se mantendrá la apuesta por China? En la Primavera Árabe, vimos cómo actores externos jugaron roles determinantes: Arabia Saudita intervino en Bahréin para sostener a la monarquía, mientras que potencias occidentales respaldaron cambios selectivos. En Siria y Yemen, la multiplicidad de intervenciones externas transformó rebeliones en guerras prolongadas. Nepal corre el riesgo de convertirse en otro tablero de competencia geopolítica si la crisis no se resuelve internamente.
Lo más valioso de este análisis no es solo la comparación histórica, sino lo que puede enseñarnos en otros contextos, incluido México. Aunque las realidades son distintas, las lecciones son útiles. Primero, la juventud como actor político central: en México, el 34% de la población tiene menos de 30 años, y si bien la participación electoral es relativamente baja en ese segmento, los niveles de uso de redes sociales superan el 90%. Cualquier intento de censura o regulación percibida como restrictiva tendría un costo político enorme.
Aunque México actualmente, bajo su gobierno en turno, ha realizado esfuerzos importantes —como la reducción de la pobreza multidimensional del 49.9% en 2018 al 43.5% en 2022 según CONEVAL, la ampliación de programas sociales que hoy llegan a más de 25 millones de beneficiarios y un crecimiento económico acumulado del 3.2% en 2023—, es fundamental subrayar que nunca es suficiente y que el avance debe ser continuo. Estos datos muestran que, si bien hay logros, la tarea de consolidar instituciones sólidas, transparentes y sensibles a la juventud y a la ciudadanía en general sigue siendo una asignatura pendiente que no puede posponerse.
El impacto en México puede ser indirecto, pero significativo. Lo que vemos en Katmandú es un espejo de lo que ocurre cuando las instituciones no logran procesar las demandas sociales y recurren a medidas autoritarias para contenerlas. La sociedad mexicana, con una juventud frustrada por la falta de oportunidades, salarios precarios y un futuro incierto, podría en algún momento articularse de manera similar. La clave está en si los canales institucionales —elecciones limpias, contrapesos efectivos, rendición de cuentas— logran absorber ese descontento antes de que estalle. De lo contrario, los paralelismos con Nepal y con la Primavera Árabe dejarán de ser un ejercicio académico para convertirse en un escenario político real.
Lo crítico es entender que ninguna sociedad está blindada frente a estos ciclos. Nepal nos recuerda que la combinación de corrupción, juventud precarizada y represión digital puede detonar crisis de gobernabilidad incluso en democracias formales. El aprendizaje para México es doble: por un lado, fortalecer la transparencia y la participación juvenil en los procesos de decisión; por otro, evitar tentaciones autoritarias que, lejos de contener, multiplican el descontento. ¿Puede México aprender de Nepal y del Arab Spring para construir instituciones resilientes?
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