
El 2 de julio de 1881, un disparo en la estación de tren de Baltimore y Potomac, en Washington D.C., marcó el inicio de una de las tragedias más impactantes en la historia presidencial de Estados Unidos: el atentado contra James A. Garfield.
Aunque el presidente sobrevivió al ataque inicial, su muerte, dos meses después, expuso no solo la gravedad de sus heridas, sino también los errores médicos que, según el análisis de National Geographic, resultaron fatales. La combinación de prácticas anticuadas y ausencia de higiene transformó un ataque que podría haberse superado en una agonía devastadora, dejando huella en la historia de la medicina.
La mañana del atentado, Garfield planeaba viajar a Nueva Inglaterra para reunirse con su esposa, Lucretia Rudolph. Charles Guiteau, un aspirante frustrado a un cargo público que había acosado al presidente en busca de un puesto diplomático, se benefició de la ausencia total de seguridad presidencial para acercarse y disparar dos veces.
Una bala rozó el hombro de Garfield y la otra se alojó en su espalda. Guiteau, convencido de actuar por mandato divino y de que su acción facilitaría la llegada al poder del vicepresidente Chester Arthur, fue detenido poco después. Garfield, gravemente herido pero consciente, fue trasladado a la Casa Blanca, donde comenzó una lucha desesperada por su recuperación.

Tratamiento médico y errores fatales
El equipo que atendió a Garfield, liderado por el doctor Willard Bliss, recurrió a métodos que, según National Geographic, variaban poco respecto a la medicina utilizada en la Guerra Civil estadounidense.
Jake Wynn, exdirector del National Museum of Civil War Medicine, explicó que los médicos nunca adoptaron las técnicas de antisepsia desarrolladas por Joseph Lister en 1865, a pesar de que ya se conocían en esa época. En vez de limpiar y desinfectar la herida, exploraron el cuerpo del presidente con instrumentos y manos sin esterilizar, buscando la bala sin éxito.
El historiador Kenneth D. Ackerman señaló: “Esto era una mala práctica, incluso para los estándares de la década de 1880”, y médicos del oeste del país, acostumbrados a tratar heridas de bala, advirtieron a Lucretia Rudolph que impidiera más intervenciones para dar oportunidad a que la herida sanara sola.

Las consecuencias fueron devastadoras. La herida se infectó severamente y la septicemia se apoderó del organismo de Garfield. Los médicos insistieron en localizar el proyectil e incluso recurrieron a Alexander Graham Bell, quien intentó usar un detector de metales, sin éxito por los muelles metálicos de la cama.
Además, equivocaron la ubicación de la bala, crearon un canal falso y facilitaron que la infección se propagara. Semanas más tarde, abrieron un absceso para drenarlo, pero la intervención, sin condiciones estériles, solo agravó la situación.
Durante la convalecencia, Garfield sufrió fiebres, dolores intensos y graves problemas de alimentación. Recibió opiáceos para el dolor y fue alimentado rectalmente. El calor del verano en Washington empeoró su estado, pese a los intentos de enfriar la habitación con un rudimentario sistema de refrigeración que logró bajar la temperatura a 25℃. Finalmente, el presidente fue trasladado a una casa junto al mar en Elberon, Nueva Jersey, en busca de alivio, pero falleció el 19 de septiembre de 1881, tras 199 días en el cargo.

Reacciones públicas y legado en la medicina
La muerte de Garfield provocó una oleada de indignación pública. National Geographic recoge que la opinión dominante fue la frustración ante la incapacidad de los médicos para salvar al presidente.
Un médico anónimo escribió en el New-York Tribune: “La prevención de la septicemia lo era todo; el tratamiento después de su aparición era casi una tarea desesperada”. El descrédito del equipo médico llegó al punto que Guiteau, en su juicio, afirmó: “Los médicos deberían ser acusados de asesinar a James A. Garfield, no yo”.
El caso situó en el centro del debate la importancia de la antisepsia y la resistencia de la comunidad médica estadounidense a adoptar los métodos de Lister. Según Wynn, las advertencias por la falta de higiene circularon ampliamente en las semanas previas a la muerte. La tragedia aceleró la aceptación de las prácticas antisépticas en Estados Unidos y se convirtió en un punto de inflexión para la medicina moderna.
De acuerdo con National Geographic, si los médicos de Garfield hubieran aplicado los conocimientos disponibles en higiene y antisepsia, el desenlace habría sido probablemente otro. La historia de Garfield permanece como un recordatorio permanente de que, a veces, la diferencia entre la vida y la muerte depende de estar dispuestos a aprender y aplicar los avances científicos.
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