
La tarde del 10 de noviembre de 1975, la temperatura caía y el cielo plomizo anunciaba otra noche implacable sobre el Lago Superior, que se extiende entre Estados Unidos y Canadá. El Edmund Fitzgerald, uno de los buques más imponentes de los Grandes Lagos, avanzaba entre ráfagas que hacían crujir el acero y barrían la cubierta con nieve y hielo. Cargado hasta el límite con mineral de hierro, el barco se enfrentaba a vientos superiores a 100 kilómetros por hora y olas que se levantaban como paredes de hasta 10 metros.
El capitán Ernest McSorley vigilaba los instrumentos y las señales de emergencia, atento a cada parte meteorológico. Con el radar oscilando y las comunicaciones con otros barcos cada vez más escasas, la tripulación luchaba por mantener el control en una noche oscura. Todo sucedió rápido: la última transmisión del capitán reveló el peligro inminente, pero no dio lugar a más detalles. Minutos después, el Edmund Fitzgerald desapareció de los radares.
No hubo tiempo para un llamado de socorro ni para organizar una evacuación. Los 29 hombres a bordo se desvanecieron entre el rugido del viento y el fragor del agua. Solo quedó el eco del naufragio, el vacío en la frecuencia de radio y las luces que nunca regresaron al puerto. Era el cierre definitivo de la travesía del Fitzgerald, desaparecido sin testigos directos salvo el viento y el lago.

Nacimiento de un gigante
El Edmund Fitzgerald nació de la ambición y el acero. La Northwestern Mutual Life Insurance Company, de Milwaukee, encargó su construcción el 1 de febrero de 1957 a la Great Lakes Engineering Works, con un objetivo claro: debía ser el barco más grande que jamás surcara los Grandes Lagos.
Los trabajos de construcción comenzaron el 7 de agosto en los astilleros de Rogue River, Michigan, y en junio del año siguiente fue bautizado con el nombre del padre del presidente de la empresa, Edmund Fitzgerald, antiguo capitán de barco. Su bautismo oficial, el 7 de junio de 1958, se celebró como un acontecimiento industrial de la región. Luego de nueve días de pruebas, en septiembre, el coloso de 222 metros de eslora y 24.131 toneladas estaba listo para navegar.
Con sus 20 escotillas de acero y las potentes máquinas de vapor —que más tarde serían reemplazadas por motores a gasoil—, el Fitzgerald se alzó como el rey indiscutido de los Grandes Lagos durante más de una década. Día tras día, su enorme casco transportaba toneladas de taconita, ese mineral duro y pesado, desde las minas del norte de Minnesota hasta los puertos industriales de Detroit, Toledo y Gary.
El lago que surcaba no era cualquier espejo de agua: el Superior es el más grande de los Grandes Lagos de América del Norte y uno de los lagos de agua dulce más extensos del planeta. Su superficie, de aproximadamente 82.100 km2, se extiende entre Canadá y Estados Unidos, limitando al norte con la provincia de Ontario y al sur con Minnesota, Wisconsin y Michigan. Sus costas, cubiertas de densos bosques y salpicadas de acantilados y pequeñas poblaciones portuarias, crean un paisaje imponente y a menudo traicionero. Las aguas del Superior son famosas por tener corrientes fuertes, vientos repentinos y tormentas que se forman con rapidez.
Pero bajo su imponente figura, el Fitzgerald llevaba una historia marcada por pequeños presagios. Entre 1969 y 1974 chocó con otros barcos en cinco ocasiones, encalló una vez y perdió su ancla de proa en el río Detroit. Ninguno de estos incidentes detuvo su marcha, pero como susurrando un aviso, anticipaban que la suerte del Fitzgerald jamás sería completamente tranquila.

La tormenta y el silencio
El 9 de noviembre de 1975, el Fitzgerald zarpó de Superior, Wisconsin, rumbo a la planta siderúrgica de Zug Island, cerca de Detroit, cargado con más de 26.000 toneladas de mineral de hierro. Lo acompañaba, en ruta paralela, otro carguero: el Arthur M. Anderson.
Al amanecer del día siguiente, el Lago Superior se transformó en un infierno de viento y agua. Los informes meteorológicos advirtieron vientos cercanos a 100 km/h y olas de hasta 10 metros. Las esclusas se cerraron y los barcos intentaron refugiarse en la costa canadiense, pero el Fitzgerald avanzaba con su habitual velocidad, enfrentando la tormenta con su impresionante tonelaje y la experiencia de McSorley.
Por la tarde, el capitán informó al Arthur M. Anderson sobre daños en el radar y golpes de mar, pero nada parecía fuera de control. A las 19:10, la voz de McSorley se escuchó por última vez: “Aguantamos como podemos”, dijo.
Minutos después, el radar del Arthur M. Anderson perdió toda señal. No hubo mayday, esa palabra que los barcos usan como llamada de socorro internacional para alertar de peligro inminente, ni bengalas que cortaran la oscuridad. A las 20:32, la Guardia Costera fue finalmente alertada: el Fitzgerald había desaparecido.
Los equipos de rescate solo encontraron botes salvavidas vacíos y fragmentos de cubierta. Una parte del barco fue localizada días después, partida en dos, a 162 metros de profundidad y 27 kilómetros al noroeste de Whitefish Point. La investigación oficial apuntó a escotillas mal cerradas y entrada de agua en la bodega, aunque otras teorías hablaron de olas anómalas, golpes contra bancos de arena o fatiga estructural. Hasta hoy, nadie sabe con certeza qué hundió al “Titanic de los Grandes Lagos”.

Las investigaciones y la que convirtió la tragedia en leyenda
Los informes oficiales concluyeron que la combinación de condiciones extremas y posibles fallas estructurales hicieron que el Fitzgerald sucumbiera con rapidez. Las investigaciones posteriores exploraron escotillas defectuosas, sobrecarga y fatiga de materiales. Se reconoció también que el mal mantenimiento pudo haber contribuido al desastre. El caso motivó reformas en las normas de seguridad en los Grandes Lagos y modernización de los sistemas de alarma y comunicación en los cargueros.
Cada 10 de noviembre, el Great Lakes Shipwreck Museum de Whitefish Point recuerda la tragedia haciendo sonar 29 veces la campana rescatada del barco, una por cada marinero perdido. La comunidad marítima de la región revive el impacto emocional que dejó el hundimiento, que marcó un antes y un después en la navegación de los Grandes Lagos.
La historia del Fitzgerald podría haberse perdido entre archivos navales, pero en 1976 el músico canadiense Gordon Lightfoot la rescató para siempre. Compuso The Wreck of the Edmund Fitzgerald, una balada que relata, casi minuto a minuto, la última travesía del buque y la suerte de sus 29 hombres.
Lightfoot confesó que la canción nació tras leer la revista Newsweek una nota donde el nombre del barco estaba mal escrito —“Edmond” en lugar de “Edmund”—. Aquello le pareció una falta de respeto y decidió honrar la memoria de la tripulación con una canción que se convirtió en éxito mundial y convirtió la tragedia en leyenda. Desde entonces, el Fitzgerald no desaparece del recuerdo, sino que sigue navegando en la memoria de quienes oyen la balada y de quienes cada noviembre escuchan la campana sonar en Whitefish Point.
“La leyenda sigue viva desde los chippewa hacia abajo”, evoca el músico. La letra se adentra en la crudeza del suceso: “El lago, se dice, nunca entrega a sus muertos”, canta al hablar de la fatalidad y el carácter misterioso del Lago Superior.
La canción detalla las condiciones del viaje, la carga de mineral y la experiencia de la tripulación: “El barco era el orgullo del lado americano... con tripulación y buen capitán bien avezado”, y resalta el momento crítico, cuando “una ola rompió sobre la barandilla” y todos entendieron que el peligro era real.
Y revive el desenlace: “Y más tarde esa noche, cuando sus luces se perdieron de vista, llegaron los restos del Edmund Fitzgerald”. “¿Alguien sabe a dónde va el amor de Dios, cuando las olas convierten los minutos en horas?”, se pregunta.
Lightfoot cierra el homenaje con una última imagen inolvidable: “La campana de la iglesia sonó hasta que sonó veintinueve veces, por cada hombre en el Edmund Fitzgerald”. Así, la balada se transformó en un acto de memoria y en el retrato definitivo de un desastre que marcó para siempre a los Grandes Lagos.
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