A veces, los grandes artistas saben cuándo decir adiós. No lo anuncian con palabras, sino con música. En el otoño de 2011, Etta James —esa mujer que había atravesado el amor, la adicción, la gloria y la oscuridad— decidió grabar su último disco. Lo llamó The Dreamer, como si supiera que estaba soñando por última vez.
Su voz, algo gastada pero aún poderosa, navegaba como un trasatlántico entre las canciones con una ternura y potencia al mismo tiempo, característico de ella. Hay algo de rendición y algo de eternidad en cada nota que canta, como si estuviera reconciliándose con su historia: una historia hecha de blues, de heridas y un coraje indomable.
Cuando el álbum salió a la venta el 8 de noviembre de 2011, el mundo lo recibió como un regalo de pureza y despedida anticipada. Nadie lo sabía entonces, pero la estrella se estaba apagando. Setenta y tres días después, el 20 de enero de 2012, Etta James murió en Riverside, California, víctima de la leucemia. El disco final fue su manera de decir “sigo aquí” y contar que su voz tenía más poder que su cuerpo.

La niña que rugía
“Mi madre siempre me decía que, aunque una canción se haya interpretado mil veces, siempre se le puede dar un toque personal. Me gusta pensar que lo conseguí”, dijo ya consagrada. Jamesetta Hawkins nació en Los Ángeles el 25 de enero de 1938. Su madre, Dorothy, tenía apenas catorce años; su padre, según cuentan sus biografías, fue un estafador itinerante que desapareció antes de que ella naciera. La niña creció entre el abandono y la precariedad, criada por sus abuelos y por una comunidad que veía en ella algo más que una voz: una promesa, un motivo futuro de orgullo.
Cuando tenía apenas cinco años, ya era un prodigio de la voz. En la iglesia bautista de su barrio, en el suroeste de Los Ángeles, aprendió a cantar góspel y a tocar el piano. Lo sentía como pocos: cada nota parecía atravesarla entera. Mientras cantaba, hipnotizaba a la congregación; su voz, pequeña y desbordada a la vez, sorprendía a los feligreses con una fuerza difícil de contener, cargada de una emoción cruda que eclipsaba cualquier sermón.
A los doce años se mudó con su madre a San Francisco, donde descubrió que cantar también podía ser una forma de sobrevivir. Robaba para comer cuando nadie la veía, dormía en casas ajenas y formó su primer grupo femenino, The Creolettes. En los clubes locales, la adolescente Jamesetta empezaba a forjar su estilo, una mezcla de descaro callejero, dulzura y una intuición musical feroz.

Una noche, el productor Johnny Otis escuchó a la banda de chicas y quedó fascinado por la voz de aquella muchacha y por una canción irónica que ella misma había escrito. Otis las rebautizó como The Peaches, les consiguió un contrato con el sello Modern Records y sugirió algunos cambios: Jamesetta decidió llamarse Etta James, dando vuelta su nombre; su canción “Roll with me, Henry” (que tenía connotaciones sexuales) se transformó en “The Wallflower”.
El tema fue un éxito inmediato en 1955, cuando Etta tenía apenas diecisiete años. Pero el mercado, que todavía no estaba preparado para una voz femenina tan directa y provocadora, apostó por una versión más naif y edulcorada, interpretada por Georgie Gibbs, que acaparó las listas de ventas.
Etta siguió su camino, grabando simples para los sellos Modern y Kent Records sin alcanzar todavía la consagración, aunque el talento ya era innegable. Ese mismo año grabó “Crazy Feeling”, apenas un anticipo de lo que estaba por estallar: su verdadero rugido. En esa grabación dejó un registro áspero, vulnerable, capaz de hacer temblar una orquesta con una sola nota.

“At Last”, amores, excesos y renacimientos
Aunque parecía no haber oportunidades para ella en la industria, Etta no se dejó apagar y avanzó sin mirar atrás. En 1960, el productor Leonard Chess la convocó para grabar en su sello de Chicago, Chess Records, el hogar de los ya consagrados cantantes Muddy Waters, Chuck Berry y Howlin’ Wolf. Allí empezó su verdadera historia.
Su primer LP, At Last! (1960), no podría haberse titulado de manera más profética. Fue la llegada que se estaba esperando de una voz que había vagado por años buscando su lugar. El disco, hoy considerado un clásico de culto, combinaba ritmos como el rhythm and blues y el jazz. Había en él —al igual que en Etta— una mezcla de tristeza y pasión.
La canción que le da título al larga duración —por fin, en castellano— selló su destino. No se trataba solo de un tema romántico, sino una declaración de supervivencia. “Encontré un sueño del que puedo hablar / un sueño que yo que puedo llamar mío / encontré una emoción para sonreír / una emoción que nunca había conocido”, dice la emotiva letra. Cada palabra parecía contener la biografía de una mujer que había luchado por ser amada, escuchada, reconocida. Aunque fue versionada ciento de veces y de manera excepcional, la interpretación de Etta fue insuperable porque ella no la cantaba, se confesaba.
Durante esa década brilló interpretando temas que eran un desborde de emociones; donde el dolor se hacía música. Pero debajo del escenario, el trasatlántico naufragó varias veces en medio de fama, que trajo (o le devolvió) viejas sombras: adicciones, arrestos, tratamientos de rehabilitación, recaídas. En 1967, entonces producida por Rick Hall, grabó temas de soul, con una voz impecable; y uno de los blues que regalan una experiencia cautivante, I’d Rather Go Blind.
Detrás del escenario, Etta era una montaña rusa de emociones. Cada regreso al público la mostraba más profunda y vulnerable, como si resurgiera de sus propias cenizas. “Canto el dolor porque lo conozco bien”, decía. En los setenta, el blues no llenaba estadios y su música solo era apreciada por quienes entendían su arte. Entre ellos, los Rolling Stones: en 1978 la invitaron a abrir sus shows, y Mick Jagger no dudó en presentarla como “la maestra”.
En las décadas siguientes, consolidó su carrera, grabó con el saxofonista Eddie “Cleanhead” Vinson y volvió al jazz y al swing. Su voz, más áspera con los años, seguía transmitiendo verdades. En 1994 rindió homenaje a otra grande, Billie Holiday, con Mystery Lady, que le valió un Grammy, y en 2001 profundizó aún más en el repertorio clásico del jazz.
Entre 2006 y 2010, mantuvo la actividad musical pese a problemas de salud. En 2006 publicó All the Way, un disco de versiones que unía a Sinatra, Prince y Marvin Gaye bajo su voz única. Su determinación era inquebrantable, aunque hacia 2008 la fragilidad física se hizo evidente, en 2010 fue diagnosticada con leucemia, además de Alzheimer y otras complicaciones, reduciendo su presencia pública.
Aun así, Etta siguió adelante. Una mujer que había sobrevivido a la miseria, que había convertido la voz en su refugio y su arma, enfrentaba la enfermedad con la misma fuerza con la que cantaba. Incluso al borde del final, su arte era resistencia, pasión y entrega absoluta: cada nota un acto de desafío, cada canción un testimonio de vida.

El último adiós de Etta
En 2009, Etta dejó de subir a los escenarios. Su salud se debilitaba, pero su espíritu persistía con la fuerza de aquellos primeros años en que desafiaba al mundo con su voz. Desde Riverside, decidió grabar un último disco: The Dreamer. Era su despedida y su declaración final. El título —La soñadora— resumía toda una vida marcada por la búsqueda, la perseverancia y la resistencia, incluso en los momentos más oscuros.
El álbum reúne once versiones de clásicos que Etta amaba: Misty Blue, Too Tired, Welcome to the Jungle, Groove Me y la canción que da título al disco. Su voz, marcada por el paso de los años, muestra un desgaste evidente, pero conserva la expresividad y profundidad emocional que siempre la distinguieron. En canciones como Misty Blue o Dreamer, el fraseo sobrio, controlado y cargado de matices muestra a una artista reconciliada consigo misma, capaz de transformar las cicatrices en belleza sonora.
La producción de Josh Sklair, su guitarrista y colaborador de larga, acompaña esa mirada introspectiva: arreglos sobrios, con predominio del ritmo blues y el soul clásico, que dan espacio a la expresividad vocal. La selección del repertorio no fue pensada para ser exitosa sino que buscó canciones que dialogaran con sus obsesiones y heridas personales. Por esto, la crítica reconoció el álbum una obra magnífica, honesta y emotiva, un digno cierre de una carrera que transformó debilidades en arte.
Etta James murió el 20 de enero de 2012, a cinco días de cumplir 74 años. Dejó más de treinta discos, seis premios Grammy y un legado que sigue influyendo en generaciones de artistas como Janis Joplin, Amy Winehouse, Adele, Christina Aguilera, Joss Stone y Beyoncé. Dejó como herencia la capacidad de hacer palpitar cada nota, de fundir alma, blues y jazz en un solo aliento... La eterna “Miss Peaches”, como la apodaron en la adolescencia, cerró los ojos y continuó soñando.
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