
En la noche del 22 de octubre de 1952, el barrio de Montmartre despedía para siempre a uno de los escenarios más emblemáticos de su vida nocturna bohemia: el célebre Cabaret de l’Enfer. Tras más de medio siglo de existencia, cerraba sus puertas aquel lugar que había atraído a curiosos, artistas, marineros y personajes de la noche de todas las procedencias, que ingresaban por la boca ardiente del Boulevard de Clichy para asistir a un espectáculo literalmente infernal.
A lo largo de su historia, el Cabaret de l’Enfer enfrentó dificultades crecientes. Las finanzas se deterioraban y, aunque las legendarias esculturas demoníacas y decoraciones macabras pedían restauración, los costos la volvían imposible. La competencia inmediata del vecino Cabaret du Ciel no hizo más que agravar la situación. La crisis llegó a su punto máximo tras la Liberación de París, cuando la cadena Monoprix adquirió ambos espacios y demolió sus célebres fachadas para expandir el supermercado. Así terminó la era de los cabarets temáticos en Montmartre: hoy, la entrada del Monoprix ocupa ese mismo sitio.

Durante la Belle Époque (1871-1914), las calles del distrito 18 rebosaban energía gracias a cabarets, burdeles y music-halls que se encadenaban entre los márgenes sin cuadrícula de un barrio que recibía con idéntico fervor a la bohemia artística y a la curiosidad burguesa. Refugio de pintores, escritores, músicos sin dinero, filósofos errantes, cortesanas y hedonistas, Montmartre se convirtió en el epicentro de la noche parisina.
Entre sus figuras más célebres estuvieron Henri de Toulouse-Lautrec, que inmortalizó escenas de los cabarets y a sus amigas bailarinas en sus carteles y litografías; Auguste Renoir, que vivía allí y pintó escenas cotidianas de alegría popular como Le Moulin de la Galette (1876); Vincent van Gogh, fue otro de sus talentosos vecinos, residente entre 1886 y 1888; y Pablo Picasso, que se instaló en 1904, dando inicio a su período azul y luego al cubismo.

Este terreno fértil para la imaginación y libertad propició la aparición de los primeros cabarets temáticos. El punto de inflexión llegaría hacia 1892, cuando un empresario contemporáneo a los creadores del Moulin Rouge —que luego se identificaría como Antonin Alexander, — inauguró el innovador y al mismo tiempo provocador Cabaret de l’Enfer, en el Boulevard de Clichy.
Inspirado por la audaz idea de ofrecer algo completamente opuesto a la monotonía de los bares convencionales, Alexander apostó por el “infierno” como eje temático y remodeló el local durante dos años, ocultándolo del público hasta el gran estreno.
Al descubrirse la fachada, con una monumental puerta en forma de boca de demonio, la reacción fue de asombro generalizado. No tardó en surgir el Cabaret du Ciel a su lado —y, más tarde, el macabro Cabaret du Néant—, que consolidó un microcosmos en el que el cielo, el infierno y la nada convivían en apenas unos metros de distancia.

Ingresar al Cabaret de l’Enfer era experimentar un auténtico descenso a los dominios del averno, según los testimonios recogidos por el cronista inglés William Chambers Morrow, en su libro Bohemian Paris of Today. Todo comenzaba con la bienvenida de un portero disfrazado de Satanás, quien exclamaba a los visitantes: “¡Entren y sean condenados!”, dando paso a un corredor donde predominaban la luz roja, relieves demoníacos y figuras inspiradas en El Jardín de las Delicias, de El Bosco.
En el interior, pasadizos excavados con aspecto de caverna serpenteaban entre esculturas de condenados, diablillos, lenguas de fuego y calderas en ebullición. “Cerca de nosotros había un caldero suspendido sobre el fuego, y saltando dentro había media docena de músicos diabólicos, hombres y mujeres, tocando una selección de ‘Fausto’ en instrumentos de cuerda, mientras los diablillos rojos estaban parados, danzando con hierros al rojo vivo“, relató Morrow en su libro.

Los camareros servían café negro con coñac bajo nombres sugerentes como “vasos hirviendo de pecados fundidos con azufre”. Y el propio dueño del local se disfrazaba de diablo y dirigía los espectáculos, que incluían efectos visuales y representaciones sobrenaturales con una impronta de fantasmagoría y prestidigitación heredada de las viejas tradiciones teatrales parisinas.
La boca se tragaba a los primeros clientes a las 20.30 y los escupía a las dos de la mañana. La entrada salía 1,25 francos más un suplemento de 0,50 por la primera consumición. El fotógrafo Eugene Atget plasmó el interior de estos cabarets en una serie de postales.

Del Cabaret du Ciel, de al lado, se decía que era una vulgaridad pocas veces vista. Con música de órgano de fondo, esperaba un cielo azul con nubes en el cielo raso. La decoración incluía jarras doradas y candelabros. Los camareros llevaban alas de encaje. Este lugar tenía un San Pedro, que se asomaba por un agujero del techo y regaba a los clientes con “agua bendita”.
El Cabaret du Néant, por su lado, llevó la estética fúnebre al extremo: mesas con forma de ataúdes, paredes cubiertas de calaveras y camareros vestidos de sepultureros que ofrecían “microbios del cólera asiático” o “gérmenes de consumo”. Allí, la muerte se convertía en espectáculo, entre el humor negro y la fascinación morbosa.
La popularidad y el carácter transgresor de estos cabarets atrajeron a una fauna diversa con la presencia constante de los surrealistas del barrio, especialmente la de André Breton, quien instaló su estudio en la proximidad del Cabaret de l’Enfer. El propio Breton, junto a Robert Desnos y otros creadores, aprovecharon la atmósfera cargada y fantástica del barrio para explorar prácticas como la escritura automática y el hipnotismo, experiencias relatadas por el poeta en cartas y memorias recogidas por los cronistas.

Así, los cabarets temáticos de Montmartre ofrecieron algo más que disfrute inmediato a turistas curiosos y noctámbulos. Funcionaron como lugar de encuentro de artistas, quienes apreciaban ser recibidos con un “¡Ah, ah, ah! ¡Todavía vienen! ¡Oh, cómo se asarán!”.
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