
Durante casi 70 años, la televisión fue solo una idea que ocupó la imaginación de científicos y soñadores. Desde la década de 1850, varios investigadores en todo el mundo intentaron sin éxito convertir la visión de transmitir imágenes a distancia en una realidad tangible.
A pesar de estos numerosos esfuerzos y del avance sostenido en ramas como la electricidad y la óptica, la televisión seguía viéndose como un reto sin resolver. El descubrimiento ocurrió fuera de los laboratorios institucionales, en manos de un inventor que trabajaba, muchas veces, a contracorriente del escepticismo y con recursos mínimos.
La figura y trayectoria de John Logie Baird antes de su éxito con la televisión
John Logie Baird, escocés e hijo de un clérigo, se caracterizó desde joven por una inclinación hacia el invento y la experimentación. Sin gozar de buena salud —condición que lo excluyó de participar en la Primera Guerra Mundial—, Baird se dedicó a trabajar en una compañía eléctrica y nunca abandonó su impulso creativo.
Varios de sus intentos previos, como la fabricación de diamantes artificiales utilizando electricidad, terminaron en auténticos fracasos e incluso afectaron el suministro eléctrico de Glasgow. The Guardian informó que la personalidad inquieta de Baird se reflejaba en proyectos tan diversos como soluciones caseras y arriesgadas para problemas médicos, que con frecuencia resultaban peligrosos para su salud. Pese a los reveses, logró cierto éxito comercial gracias a un negocio de calcetines y jabones, lo que finalmente le permitió contar con algo de capital para perseguir sus ideas más ambiciosas.
Los experimentos y dificultades técnicas iniciales de Baird en Hastings

Según informó The Guardian, en 1923, con recursos limitados y buscando aires más saludables para sus pulmones, Baird alquiló un modesto local en Hastings, en la costa sur de Inglaterra. Allí, en condiciones precarias y rodeado de materiales de desecho, construyó un laboratorio para sus experimentos televisivos.
Una caja de té vieja equipada con un pequeño motor, discos de cartón, lentes de bicicleta, lámparas recicladas y baterías viejas formaban parte fundamental de su incipiente equipamiento. El elemento clave de su sistema era un gran disco giratorio que permitía escanear imágenes utilizando luz intensa y fotodetectores.
Las señales obtenidas mediante este proceso eran transmitidas para reconstruir imágenes en movimiento. Cuando logró mostrar la silueta de un objeto transmitido, dio el primer gran paso hacia la televisión funcional. Los riesgos eran constantes: los dispositivos generaban tanto calor que, en una ocasión, una quemadura en el laboratorio lo llevó a buscar nuevas condiciones para continuar su trabajo.
El traslado de Baird a Londres y la preparación del laboratorio en Frith Street
Decidido a avanzar pese a los desafíos, Baird se trasladó a Londres y alquiló un piso situado justo encima de una tienda en el número 22 de Frith Street, en pleno Soho. Allí, en un espacio improvisado y caótico, montó su nuevo laboratorio.

El aparato seguía siendo rudimentario y peligroso por la potencia y calor que generaban las lámparas empleadas. Los ensayos con muñecos, en particular uno llamado Stooky Bill, se volvieron rutinarios, pero Baird necesitaba comprobar que su sistema podía transmitir imágenes humanas reales.
La mañana del 2 de octubre de 1925 quedaría marcada en la historia cuando John Logie Baird reclutó espontáneamente a William Taynton, un joven oficinista de 20 años que trabajaba en la planta baja del edificio. Según el testimonio de Taynton, Baird irrumpió en su oficina, claramente exaltado, y lo instó a subir apresuradamente al laboratorio para convertirse en su “conejillo de indias”. Taynton, sin demasiada idea de lo que estaba a punto de ocurrir, accedió a la petición del inventor.
Al ingresar al laboratorio, Taynton se encontró con un entorno caótico: cables colgando del techo, motores antiguos, equipos improvisados y un calor casi insoportable.
Colocado frente al transmisor, Taynton comenzó a notar la intensidad del calor de las lámparas, que rápidamente provocó incomodidad y miedo. Baird le pidió acciones específicas —como sacar la lengua y hacer muecas— para verificar el movimiento en la imagen proyectada. Taynton solo pudo soportar la experiencia por un minuto hasta que el calor lo obligó a apartarse. Por su participación, Baird le entregó media corona, lo que se considera el primer pago realizado por una aparición en televisión.

Un logro que cambió para siempre la historia
Baird corrió al receptor, donde vio con claridad la imagen de Taynton, logrando transmitir por primera vez una imagen humana en movimiento. Aunque Taynton consideró que el resultado no era impresionante —solo sombras y líneas poco definidas—, Baird insistió que era el inicio de una nueva era. Proféticamente, aseguró que aquel rudimentario aparato sería el antecesor de un objeto cotidiano en los hogares de todo el mundo.
El 26 de enero de 1926, pocos meses después de su experimento con Taynton, Baird realizó la primera demostración pública de televisión. A pesar de que la tecnología ideada por Baird sería superada posteriormente por sistemas más sofisticados de empresas consolidadas, él sentó las bases y abrió el camino para el desarrollo de la televisión moderna, creando la primera imagen en movimiento transmitida y recibida con éxito.
En 1951, cinco años después de la muerte de Baird, William Taynton volvió al 22 de Frith Street para la inauguración de una placa azul conmemorativa. La placa, colocada en el corazón de Londres, fue presentada como símbolo de la trascendencia del invento: más que un hito en la historia de la ciencia, la televisión se había transformado en parte esencial de la vida moderna, con “un bosque de antenas” cubriendo las ciudades como recordatorio del alcance global de la visión de Baird.
Décadas después, el recuerdo de aquella primera transmisión seguía vivo mientras multitudes en todo el planeta se reunían para presenciar eventos históricos a través de la pantalla, cumpliendo la predicción del inventor escocés.
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