Leía la Biblia y practicaba tiro para calmarse porque lo molestaban los vecinos: el paseo mortal del primer asesino en masa de EEUU

La mañana del 6 de septiembre de 1969, después de tomar el desayuno que le preparó su madre, Howard Unruh, un ex soldado de 28 años salió de su casa de Cramer Hill, Nueva Jersey, armado con una pistola Luger y en apenas 20 minutos mató a 13 personas e hirió a otros tres. Se trató del primer asesinato en masa cometido por un individuo en Estados Unidos

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Howard Unruh salió con una
Howard Unruh salió con una pistola por su vecindario y mató a todos aquellos que creía que lo despreciaban y hablaban a sus espaldas

Desde que había vuelto de la guerra con tres medallas en el pecho, los engranajes de la cabeza de Howard Unruh venían funcionando como el mecanismo de una bomba de tiempo que en cualquier momento podía estallar. En apariencia era un tipo normal, tímido, reservado y extremadamente educado, pero la procesión iba por dentro. Nada le salía bien: no conseguía un trabajo decente, tampoco tenía metas en la vida, tenía problemas para resolver hasta los contratiempos más simples y a los 28 años seguía viviendo en Cramer Hill, Nueva Jersey, con su madre. La buena señora lo quería, pero lo consideraba un inútil – un “bueno para nada”, según la típica expresión estadounidense - y se lo hacía sentir. Tal vez por eso estaba enojado con el mundo, al que veía personificado en una serie de vecinos a los que odiaba, y ese rencor funcionaba como lubricante en el explosivo reloj que hacía tic-tac en su mente.

Cuando caminaba por el barrio sentía – o imaginaba, es imposible saberlo – que hablaban a sus espaldas. Sospechaba que, aunque él se ocupaba muy bien de ocultarlo, sabían que era homosexual y más de una vez creyó escuchar la palabra “maricón” susurrada a su paso.

Sentía también que lo agredían de manera solapada, haciendo cosas que a él lo irritaban y soportaba sin reaccionar. Por ejemplo, creía que el dueño de la tienda en que compraba lo trampeaba siempre con el vuelto, que la mujer del tendero le pedía que bajara el volumen de la música que escuchaba solo para molestarlo y que el hijo de esos dos desafinaba con la trompeta a propósito para taladrar sus refinados oídos, educados en la escucha de las obras de Wagner y de Brahms.

No eran los únicos que lo molestaban: también estaba el matrimonio que tiraba su basura en el terreno trasero, el zapatero que también tiraba sus desperdicios ahí, el peluquero que había echado tierra en el desagüe e inundado su sótano, el farmacéutico que se metía en su patio para cortar camino hasta su casa, el sastre que parecía burlarse de él por su homosexualidad y hasta el chico que le robaba electricidad para iluminar los arbolitos de navidad que vendía en la calle.

Lo peor de todo es que no podía reaccionar y día tras día iba tragando más bronca. Para calmarse leía la Biblia y practicaba tiro en el sótano con una pistola alemana Luger que había traído de Europa como trofeo de guerra. Lo que más le dolía era que utilizaran su terreno trasero como si fuera un espacio público y por eso la mañana del 5 de septiembre de 1949 colocó una puerta para impedir el acceso. Creía que así los disuadiría de invadir su espacio.

Esa noche tenía previsto encontrarse en un cine con el hombre que estaba saliendo desde hacía unas semanas pero llegó tarde y no lo encontró. Entró igual al cine y vio una película tras otra, hasta que la sala cerró. Volvió frustrado a su casa alrededor de las tres de la mañana, solo para descubrir que la puerta que había instalado esa mañana ya no estaba. Alguien la había sacado. Entonces, la aguja del explosivo mecanismo de relojería que funcionaba en la cabeza de Howard Unruh avanzó hasta el límite y le hizo tomar una decisión: al día siguiente los mataría a todos. Acunado por esa idea, se durmió.

La caminata de la muerte

Eran las 7 de la mañana del 6 de septiembre cuando Howard Unruh se despertó, quizás por el aroma de los huevos revueltos con panceta que su madre, Rita, estaba preparando en la cocina. Mientras desayunaba, la señora se despidió para ir a visitar a una vecina, Carolina Pinner. Howard siguió comiendo sin apuro, debía esperar la hora que los negocios del barrio estuvieran abiertos.

Salió de su casa a las 9 y 20, armado con su pistola Luger 08, un cargador de ocho balas, más munición en los bolsillos, un cuchillo con una hoja de 15 centímetros y una granada de gas lacrimógeno. Atravesó el patio trasero y caminó hacia la calle River, donde se topó con un camión de reparto de pan estacionado. Sacó la pistola, la metió por la ventana y le disparó al conductor, pero le erró. Caminó entonces hasta la zapatería de John Pilarchik, entró y lo mató disparándole a un metro de distancia. De allí fue a la peluquería de Clark Hoover, al que encontró cortándole el pelo a un chico de seis años llamado Orris Smith. Los mató a los dos: al peluquero de un tiro en la cabeza, al chico con un balazo en el cuello.

En la casa de su amiga Carolina Pinner, Rita escuchó los disparos y algo le dijo que su hijo tenía algo que ver. Se levantó de la silla gritando “¡Ay Howard!” pero se desmayó antes de llegar a la puerta. Para entonces, Unruh había entrado a la farmacia de Maurice Cohen, donde encontró al agente de seguros James Hutton y lo mató. Después se metió en la parte trasera del negocio y vio a Cohen y su esposa, Rose, corriendo por las escaleras para refugiarse en el departamento del primer piso. Cerraron la puerta, pero eso no fue obstáculo para el asesino. Cohen intentó escapar por una ventana hasta el tejado del porche, mientras Rose escondía a su hijo Carlos, de 12 años, en un armario y ella se metía en otro. El asesino disparó tres veces a través de la puerta del armario donde estaba Rose y la mató. A Charles no lo encontró, pero sí a la madre de Cohen, Minnie, y también la baleó. Después siguió al farmacéutico hasta el tejado y le disparó por la espalda. Ya estaba muerto cuando su cuerpo golpeó el pavimento.

Howard Unruh, preso y bajo
Howard Unruh, preso y bajo interrogatorio luego del asesinato en masa

Consumada la masacre familiar, Unruh volvió a la calle y baleó a un auto que venía por River Road. El conductor, Alvin Day, murió al instante. Corrió después a la sastrería de Thomas Zegrino, donde no encontró al odiado sastre pero sí a su mujer, Helga, a la que le disparó a quemarropa y la mató. Volvió a la calle y baleó la puerta principal de un almacén y después, frustrado por no poder entrar, se acercó a un auto estacionado y baleó a sus ocupantes: Helen Wilson, su hijo John y su madre Emma Matlak. Las dos mujeres murieron dentro del coche y el chico poco después en un hospital.

A esa altura, Unruh ya no elegía a sus víctimas, el blanco podía ser cualquiera que se le cruzara en el camino. En su raid asesino disparó a la ventana de un departamento y mató a Thomas Hamilton, un nene de dos años y le erró por poco a la persona que lo cuidaba, Irene Rice. Después baleó a otro auto que venía por la calle, pero sus ocupantes, Charles Peterson y James Crawford, alcanzaron a escapar y se escondieron en un bar. El dueño del local, Frank Engel, sacó un arma que guardaba debajo del mostrador y le disparó a Unruh para impedir que entrara. Le dio en una pierna, pero cargado de adrenalina, el asesino ni siquiera lo sintió y siguió tirando a cuanta persona encontraba por la calle. En esa balacera hirió a Madeline Harris y a su hijo Armand.

Howard Unruh detuvo su caminata de la muerte cuando escuchó las sirenas de los patrulleros que se acercaban. Sin perder un segundo corrió hasta su departamento y se atrincheró allí. Había dejado un tendal de víctimas en apenas veinte minutos: 12 muertos – que con el correr de las horas serían 13 – y tres heridos. Con eso, su nombre quedaría grabado para siempre como el del primer asesino en masa solitario de la historia criminal estadounidense.

“Tengo una mente brillante”

Hasta entonces la policía nunca había lidiado con un asesino de esas características y no existía un protocolo oficial que le indicara cómo actuar. El lugar se convirtió en un caos. Mientras centenares de curiosos deambulaban por allí sin que nadie se los impidiera, más de cincuenta agentes rodearon el edificio y comenzaron a disparar contra la vivienda de Unruh con ametralladoras, escopetas y pistolas, sin preocuparse por si algún vecino quedaba en la línea de fuego.

Mientras se desarrollaba el tiroteo, el periodista Phiplip Buxton, del Camden Evening Courier, encontró el número de Unruh en la guía telefónica y lo marcó. Se sorprendió cuando alguien como “una voz fuerte y clara” respondió.

-¿Habla Howard? – preguntó el periodista.

-Sí… ¿Cuál es el apellido de la persona que buscás? – respondió la voz.

-Unruh… Soy un amigo y quiero saber qué te están haciendo – insistió Buxton.

-No me están haciendo absolutamente nada, pero yo les estoy haciendo mucho.

-¿A cuántas personas mataste?

-Todavía no lo sé, porque no los he contado... pero parece que es una buena cantidad.

-¿Por qué estás matando gente?

-No lo sé. No puedo responder a eso todavía, estoy demasiado ocupado… Hablaré con vos más tarde, ahora hay un par de amigos que vienen a buscarme – le escuchó el periodista decir a Unruh antes de cortar.

El tiroteo terminó cuando la policía lanzó dos bombas de gas lacrimógeno que obligara a salir a Unruh, que tropezó y cayó sobre el asfalto.

-¡No tiren! ¡Me rindo! – gritó.

El sargento Earl Wright le puso las esposas y le recriminó:

-¿Qué te pasa? ¿Sos psicópata?

-No soy ningún psicópata. Tengo una mente brillante – le contestó Unruh.

Nunca fue condenado

Lo subieron a un patrullero y lo llevaron al el Buró de Detectives del ayuntamiento de Camden, donde comenzaron a interrogarlo, primero un policía y después el fiscal de distrito Mitchell Cohen.

La esquina donde vivía Howard
La esquina donde vivía Howard Unruh en Nueva Jersey

-¿Cuándo tuvo por primera vez la idea de dispararles o hacerles daño a las personas a las que les disparó esta mañana? – le preguntó el fiscal.

-A eso de las 3 de la mañana de hoy – respondió Unruh.

-¿Qué pasó para que concibiera el plan de matar a esa gente?

-El plan lo pensé durante dos años o más, pero lo decidí esta mañana cuando entré en mi casa.

Recién en ese momento, el fiscal notó que había un charco de sangre debajo de la silla de Unruh y comprobó que estaba herido en la pierna. El asesino ni siquiera lo había notado. Lo trasladaron de inmediato al hospital Cooper, pero los cirujanos no pudieron extraerle la bala. “Lo que realmente me convenció de que debe estar terriblemente demente fue que después de dos horas de interrogatorio su silla estaba empapada de sangre. ¡Había recibido un disparo y ni siquiera se había dado cuenta!”, contaría después el fiscal.

Esa misma tarde, Unruh confesó el desarrollo de su caminata de la muerte con lujo de detalles. “Fue un relato horrible, repulsivo. Fue una confesión fría, simple y clara, sin tratar de ocultar nada o de ser furtivo. No hubo arrepentimiento ni lágrimas, pero sí una falta total de emoción”, explicó el fiscal en una entrevista con el Camden Courier-Post.

Howard Unruh murió a los
Howard Unruh murió a los 88 años, el 21 de octubre de 2009

Basándose en los informes de los psiquiatras que lo examinaron, el 20 de octubre de 1949, un juez del condado de Camden firmó una orden final de internamiento con base en un diagnóstico de “demencia precoz mixta, con marcados síntomas catatónicos y paranoicos”. Se consideró que Unruh tenía una enfermedad mental demasiado grave para ser juzgado, aunque la acusación de asesinato se mantuvo en pie si alguna vez se “curaba”. Lo internaron en el Hospital para Dementes de Nueva Jersey, donde fue confinado en una celda privada de máxima seguridad. No salió de allí hasta su muerte, a los 88 años, el 21 de octubre de 2009.

La crónica del Pulitzer

La caminata de la muerte de Unruh – el primer asesinato en masa cometido por un “lobo solitario” en los Estados Unidos – dio lugar a una de las crónicas más extraordinarias del periodismo estadounidense, escrita por el periodista de The New York Times Meyer “Mike” Berger, con la que ganó el premio Pulitzer de Reportaje Local en 1950.

La escribió el mismo día de los hechos, después de recorrer el lugar y entrevistar a más de cincuenta testigos y volver a la redacción para vapulear su máquina de escribir y entregarla a las 9.20 de la noche, justo antes del cierre.

En sus últimas líneas se puede leer: “Quienes conocían a Unruh repetían una y otra vez lo reservado que era y lo suave que era su voz. Cómo llevaba a su madre a la iglesia y cómo marcaba los pasajes de las Escrituras, especialmente las profecías. ‘Ese tipo era muy callado’, dijo un hombre a la multitud frente a la taberna. ‘Siempre estaba pensando en hacer algo. Hay que vigilar a esos callados’. Pero durante todo el día, River Road y las calles laterales no hablaron de otra cosa. La conmoción fue enorme. Hombres y mujeres decían: ‘No lo entendemos. Simplemente no lo entendemos’”.

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