La figura de Frankenstein vuelve una vez más a indagar sobre el origen y el sentido de la vida. El clásico de Mary Shelley, nacido en 1818 casi como un juego entre un grupo de amigos escritores, generó un sin fin de adaptaciones, debates y una devoción transversal en el tiempo y las generaciones. Ahora, llega el turno de Guillermo del Toro, uno de los directores obsesionados con los monstruos, quien materializará su mayor proyecto personal: la reinvención de “Frankenstein”, programada para estrenarse en algunas salas el 23 de octubre y llegará a la plataforma Netflix el 7 de noviembre.
“Esta ha sido, para mí, la culminación de un viaje que ha ocupado la mayor parte de mi vida”, confesó Del Toro en el evento Tudum 2025 de Netflix, rememorando su primera lectura de la novela siendo un niño y el asombro ante la actuación de Boris Karloff en la adaptación de 1931. “Los monstruos se han convertido en mi sistema de creencias personal”, afirmó públicamente, revelando el carácter íntimo y casi religioso de su conexión con esta historia.

Guillermo del Toro lo dijo en 2010 a Collider sin rodeos: “Mi novela favorita es Frankenstein”. La expectativa es grande, tanto del realizador como de los seguidores del mito. La adaptación promete una nueva mirada sobre el dilema del creador y la criatura, el juego trágico entre humanidad y monstruosidad, amor y desamparo. Como anticipa el director: “Explorar la relación entre la humanidad y los monstruos, el creador y la creación, el padre y el hijo, ha absorbido mis historias una y otra vez”.
El tráiler, presentado ante miles de seguidores, adelanta la potencia visual y emocional de la obra, con referencias a las películas anteriores de Del Toro. El reparto reúne a figuras de peso en el cine actual. Oscar Isaac interpreta a Victor Frankenstein, el científico obsesionado con trascender la condición humana. Jacob Elordi encarna a la criatura “desventurada”, imprimiéndole una sensibilidad y desesperación, mientras que Mia Goth asume el papel de Elizabeth Lavenza, la prometida de Victor, profundamente involucrada en el drama emocional del relato.

La dirección, el guion y parte de la producción estuvieron en manos del propio Guillermo del Toro, quien se propuso ofrecer “un Frankenstein de Mary Shelley, filtrado a través de su propio lente sobre el lienzo más grandioso imaginable”.
Terror gótico
En el corazón de este nuevo capítulo, late la fascinación universal que despierta Frankenstein desde hace dos siglos. ¿Qué es lo que hace tan atractivo al monstruo y su creador? ¿Por qué el relato de Shelley sigue generando adaptaciones y debates más allá de su tiempo? Basta un simple vistazo a la historia original y su poderosa carga simbólica para encontrar algunas respuestas.
En el núcleo de Frankenstein late la pesadilla moral de un hombre enfrentado a las fuerzas de la vida y la muerte. La novela que Mary Shelley concibió a los dieciocho años fue mucho más que un relato de ciencia trágica o terror gótico: fue una indagación profunda sobre la responsabilidad y los límites del conocimiento humano.
Victor Frankenstein, un joven científico con una inteligencia deslumbrante y una ambición sin límites, desafía los preceptos tanto sociales como naturales. Su obsesión le lleva a experimentar con los secretos de la creación, ensamblando y dando vida a un ser a partir de restos humanos. Ese momento, descrito por Shelley como “un siniestro terror”, marca el nacimiento del monstruo pero también el inicio de la ruina de su creador.
El relato se despliega a partir de la huida y el rechazo inmediato: Frankenstein no soporta aquello que ha generado y abandona a la criatura, negándole compañía, familia y sentido. La criatura, sensible y dolorosamente lúcida, vaga por un mundo que no la acepta. Aprenderá el lenguaje, la historia, el asombro y la decepción de la humanidad; intentará infructuosamente incorporarse a la comunidad humana. Pronto, el monstruo se convierte en el espejo del dolor y del desencanto, preguntando a su creador: “¿Por qué me diste la vida si solo me condenaste al sufrimiento y al abandono?”
La tragedia crece en espiral. Victor Frankenstein se retira aún más en su obsesión y niega toda responsabilidad paterna. La criatura, en su desesperación, provoca la muerte de los seres amados de Victor y sella el destino de ambos con una soledad absoluta. Al final, el hombre y su creación resultan arrastrados por la misma corriente oscura: el peso de las decisiones humanas y las consecuencias de cruzar los límites de la naturaleza.

El argumento de Shelley reunió las obsesiones filosóficas, científicas y familiares de su época: la muerte y la vida, el aislamiento y la paternidad, la ética ante lo desconocido. No se trató solo de infundir terror, sino de exponer la fragilidad de todo creador y la irremediable orfandad de lo nuevo en un mundo hostil.
El verano en el que nació Frankenstein
Pocas historias tienen un origen tan cargado de elementos biográficos como la de “Frankenstein”. El verano de 1816 no fue un verano común en Europa. Ese año, conocido luego como el “año sin verano”, el clima se volvió gélido y oscuro a causa de una erupción volcánica lejana, atrapando en la lluvia y el encierro a un grupo singular de jóvenes escritores en villa Diodati, un lugar próximo a Ginebra, junto al Lago Leman. Allí, reunidos en torno al fuego y a las tensiones de sus vínculos, estaban Mary Godwin, su pareja Percy Bysshe Shelley, la hermanastra de ella, Claire Clairmont y el fascinante Lord Byron.
La atmósfera cerrada, el ocio forzado y la presencia de Byron, siempre inclinado a los retos literarios, dieron inicio a una serie de veladas donde leían y creaban historias de fantasmas. De aquel juego —que mucho tenía de duelo intelectual y de provocación— surgiría el núcleo de “Frankenstein”. Lo que debió ser una simple distracción se transformó, para Mary, en el territorio fértil de una ansiedad profunda: mientras los demás avanzaban en sus relatos, ella luchaba por encontrar una visión original.

Ya entrada la noche, Mary tuvo una visión “de siniestro terror”: la imagen de un científico, Víctor Frankenstein, arrodillado junto a una criatura formada a partir de cuerpos muertos que, por obra de un “potente mecanismo”, cobraba vida. En palabras de la propia autora, fue un temor abrumador: “Vi al pálido estudiante de artes prohibidas junto a la cosa que había creado... sumamente espantoso sería cualquier esfuerzo humano para burlarse del mecanismo estupendo del Creador del mundo”.
Esa experiencia nocturna, nutrida por el dolor y las pérdidas acumuladas en la corta vida de Mary —la muerte de su madre al darla a luz, el distanciamiento de su padre y la muerte de su hija nacida prematuramente—, confluyó en una novela gótica donde la creación y la pérdida se entrelazan de manera inexorable.
Así, en ese verano cercado por la lluvia y en una Europa devastada por las guerras y los cambios sociales, Mary Shelley comenzó a dar forma a una obra que convertiría sus propios fantasmas en materia literaria. De su pesadilla nació “Frankenstein”, la fábula moderna por excelencia sobre el precio de cruzar las fronteras humanas.
Una vida marcada por el talento y la muerte
Mary Shelley —nacida Mary Godwin el 30 de agosto de 1797 nunca llegó a conocer a su madre, la influyente escritora y feminista Mary Wollstonecraft, quien murió apenas días después del parto por una infección. Esa ausencia se convertiría en una herida persistente, marcada por la culpa y el anhelo, sensaciones que más adelante se filtrarían en los temas de abandono, orfandad y soledad que dan forma a “Frankenstein”.

La infancia de Mary no solo estuvo definida por la muerte, sino por relaciones conflictivas. Su padre, el intelectual y filósofo William Godwin, abrazó ideales radicales que escandalizaban a la sociedad inglesa, defendiendo el “matrimonio como monopolio represor” y promoviendo el pensamiento feminista de Wollstonecraft. Sin embargo, la relativa libertad intelectual no se tradujo en calma hogareña. Cuando Mary apenas tenía cuatro años, Godwin se casó con Mary Jane Clairmont, una mujer a la que la joven detestó y a quien culpó toda la vida por alejarla de su padre. En esa casa vivía también Fanny Imlay, hija ilegítima de Wollstonecraft, aceptada sin reservas por el grupo familiar pese al prejuicio social.
A pesar de las turbulencias emocionales y las constantes penurias económicas del hogar, Godwin le dio una educación ejemplar a su hija. Una biblioteca repleta y el acceso a tutores le dieron a Mary una cultura poco común para una joven de su época. En ese ambiente, impregnado por el debate, la poesía y las ideas revolucionarias, no tardaron en cruzarse figuras decisivas. Entre los amigos intelectuales de Godwin apareció el joven poeta Percy Bysshe Shelley, quien pronto se convirtió en el gran amor —y en muchos sentidos, el tormento— de Mary.
El romance nació entre el escándalo: Percy, admirador de Godwin, estaba casado y tenía deudas. En 1814, cuando Mary tenía solo 16 años, ambos decidieron fugarse llevándose consigo a Claire Clairmont, la hermanastra adolescente, en una aventura que los llevó hasta Suiza. La travesía fue breve y amarga: sin recursos, los tres volvieron pronto a Inglaterra y fueron recibidos por la desaprobación social y el distanciamiento del propio Godwin. Durante aquel período de amor libre y dificultad económica, Mary sufrió el primero de varios golpes demoledores: la muerte de su hija nacida prematuramente, suceso que la sumió en una profunda depresión.
Recién en Suiza, durante aquel mítico verano de 1816 en Villa Diodati, Mary pareció encontrar una vía para transformar el dolor en invención. El alivio de la creación literaria convivió con más desgracias. Tras el regreso y el matrimonio con Percy Shelley, la reconciliación con el padre se vio empañada por la muerte por suicidio de la anterior esposa de Shelley y, poco después, por la del propia hermanastra, Fanny Imlay. La secuencia de muertes no se detuvo: en 1818, durante una estadía en Italia, murió su segundo hijo, William; en 1819 falleció su hija Clara; y en 1822, embarazada de nuevo, Mary perdió también a ese hijo y estuvo al borde de morir desangrada.

El golpe final llegó ese mismo año cuando, durante una excursión en velero, Percy Shelley desapareció y su cuerpo fue hallado días después en una playa de la Toscana. Sola, devastada y con su único hijo vivo, Percy Florence, Mary regresó a Inglaterra. Su vida económica se mantuvo precaria: debía sostener a su hijo y ayudar a su padre con sus deudas, lo que la empujó a escribir y publicar incansablemente, produciendo novelas, biografías, diarios y traducciones, y editando a otros, como Lord Byron.
El paso de los años, la muerte de Godwin y una pequeña herencia no la libraron de la enfermedad: los síntomas de un tumor cerebral fueron cercando su mundo hasta que, en 1851, la muerte la alcanzó finalmente. El único consuelo durable fue haber impreso una huella indeleble en la literatura universal; el monstruo con el que exorcisó la pérdida terminó sobreviviéndola para siempre.
La publicación inicial, en 1818 y de manera anónima, señalaba el clima escandaloso de la obra. La crítica recibió la novela con opiniones enfrentadas y, aunque la identidad de Mary Shelley permaneció invisible en las primeras ediciones, pronto “Frankenstein” empezó a dejar su huella. Para 1823 ya había llegado al teatro y, décadas más tarde, al celuloide. La criatura de Shelley, lejos de diluirse, mutó y se fortaleció con el tiempo: la primera adaptación cinematográfica apareció en 1910 y, desde entonces, rondan las 150 representaciones en distintos medios solo en el siglo XX.
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