
“Oscar Slater completó más de 18 años y medio de su cadena perpetua, y me siento justificado al decidir autorizar su liberación en licencia tan pronto como sea posible hacer los arreglos adecuados”. Con esta declaración, el 8 de noviembre de 1927, el secretario de Estado de Escocia puso fin a una de las condenas más polémicas de la historia judicial británica.
El caso, que involucró a Sir Arthur Conan Doyle y su célebre método deductivo inspirado en Sherlock Holmes, expuso las grietas de un sistema judicial influido por prejuicios y errores, y dejó una huella indeleble en la criminología moderna.
La noche del 21 de diciembre de 1908, la vida de Marion Gilchrist, una acaudalada mujer de 83 años residente en un barrio acomodado de Glasgow, terminó de forma brutal. Su cuerpo fue hallado con el rostro y el cráneo destrozados, y uno de sus ojos hundido en el cerebro. La escena del crimen, descrita por los forenses, mostraba una violencia inusitada: casi todos los huesos de la cara y la cabeza de la víctima estaban fracturados.
De todos los objetos de valor que poseía, solo un broche de diamantes desapareció. La conmoción pública fue inmediata y la presión por encontrar al responsable, abrumadora.
En apenas cinco días, la policía señaló a Oscar Slater, un inmigrante judío alemán que vivía cerca de la víctima y que había intentado vender un boleto de empeño por un broche de diamantes —aunque no coincidía con el de Gilchrist y había sido empeñado semanas antes del crimen—, se convirtió en el blanco perfecto en un contexto de nacionalismo exacerbado y antisemitismo latente.
La policía reforzó sus sospechas al descubrir que Slater había viajado recientemente a Nueva York bajo un nombre falso. Cuando fue detenido en Estados Unidos, exigió regresar a Escocia para limpiar su nombre.

El proceso judicial estuvo marcado por irregularidades. Testigos que podían confirmar la coartada de Slater fueron ignorados y se ocultaron pruebas que demostraban que el acusado había planeado su viaje a Estados Unidos mucho antes del asesinato. Utilizó el dinero obtenido por el empeño del broche.
La acusación se apoyó en la entonces popular antropología criminal, que atribuía tendencias delictivas a rasgos físicos como el tamaño de la nariz o la forma de la boca. Además, la vida privada de Slater —convivía con una prostituta y tenía un dominio limitado del inglés— reforzó los prejuicios de la policía y el tribunal. El 6 de mayo de 1909, Slater fue condenado a muerte.
La presión social no tardó en manifestarse. El abogado de Slater, Ewing Speirs, reunió 20.000 firmas para solicitar la conmutación de la pena capital por cadena perpetua, argumentando que la condena se basaba en pruebas circunstanciales. Solo 24 horas antes de la ejecución, la sentencia fue modificada a trabajos forzados de por vida.
El caso atrajo la atención de figuras influyentes, entre ellas Arthur Conan Doyle, quien decidió aplicar el método deductivo de Sherlock Holmes para revisar la investigación.
Conan Doyle, formado en la Universidad de Edimburgo bajo la tutela de Joseph Bell, el modelo real de Holmes, advirtió que “es una ofensa capital teorizar antes de tener los datos”, como afirmaba su personaje en “Escándalo en Bohemia”.
El escritor identificó inconsistencias clave: Slater había viajado bajo un nombre falso para ocultar su relación extramatrimonial, no para huir de la justicia. El martillo que la policía presentó como arma homicida no tenía la robustez necesaria para causar las lesiones observadas; en cambio, un médico forense señaló que una silla ensangrentada era la probable herramienta del crimen. Además, no existían señales de entrada forzada, lo que sugería que la víctima conocía a su asesino.

En 1912, Conan Doyle publicó sus hallazgos en el panfleto “El caso de Oscar Slater”, donde solicitó el perdón del condenado. El documento generó un intenso debate y renovó los llamados a un nuevo juicio, aunque las autoridades de Glasgow desestimaron la petición.
Dos años después, emergió un testigo que confirmaba la ausencia de Slater en el apartamento durante el asesinato. También se reveló que la mucama, Helen Lambie, había proporcionado inicialmente otro nombre a la policía, pero los agentes decidieron ignorarlo y centrarse en Slater.
En 1914, una investigación secreta encabezada por el teniente detective John Thompson Trench sacó a la luz información que implicaba a un familiar de la víctima. Sin embargo, la pesquisa concluyó que la condena era válida. Trench fue despedido y desacreditado, aunque conservó documentos que probaban su integridad. Tras su muerte en 1919, su viuda entregó estos papeles a Conan Doyle, quien reactivó la campaña por la liberación de Slater, incluso financiando los gastos legales con su propio dinero.
El punto de inflexión llegó en 1927, cuando el periodista William Park publicó “La verdad sobre Oscar Slater”, un libro que reexaminó la evidencia y coincidió con las conclusiones de Conan Doyle.
En ese sentido, Park sugirió, sin poder nombrarlo por las leyes de difamación, que el verdadero asesino era el sobrino de la víctima. El libro provocó un escándalo mediático y motivó a los testigos de la fiscalía a admitir que la policía les había instruido para identificar a Slater como el culpable.
Tras más de 18 años y medio en prisión, Slater fue liberado y recibió £6,000 de compensación. Vale destacar que la “exoneración formal” es un matiz importante; su condena fue anulada por un error procesal y un veredicto de “no probado”, lo que no equivale a una declaración de inocencia completa.
Conan Doyle, que había estado involucrado hasta el final, reclamó a Slater el pago de los gastos de defensa, lo que generó un desencuentro entre ambos.
Slater, que se casó en 1936 y fue internado brevemente durante la Segunda Guerra Mundial por su nacionalidad alemana, solicitó la naturalización en 1946 y falleció en 1948 a los 76 años, descrito en su certificado de defunción como “panadero jubilado”.
El asesinato de Marion Gilchrist permanece sin resolver. El broche de diamantes nunca apareció. El caso de Oscar Slater sigue siendo citado por abogados defensores como uno de los errores judiciales más notorios de la historia escocesa, y continúa alimentando teorías y debates sobre la justicia y el poder de la deducción científica, como si hubiera surgido de las páginas de “El archivo de Sherlock Holmes”.
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