
La tarde del sábado 10 de mayo de 1941, Rudolf Hess, lugarteniente del führer, se despidió de Ilse, su mujer, diciéndole que viajaría a Ausburgo y luego a Berlín, que no lo esperara hasta el lunes. Vestía un uniforme azul grisáceo de la Luftwaffe -camisa azul, corbata azul oscuro– con insignias de capitán y calzaba botas altas.
En el aeropuerto militar de Ausburgo-Haunstetten lo esperaba un pequeño avión Messerschmidt 110 preparado con dos depósitos adicionales de combustible, lo que le daba una capacidad de 1.800 litros y un alcance de cerca de 2.500 kilómetros. A las 17:45, encendió el motor, tiró con suavidad de la palanca de mando y el aparato se elevó lentamente.
Después de tres horas de vuelo sobre el mar del Norte, Hess se aproximó a la costa de Northumberland y a la cadena de estaciones de radar que vigilaban la llegada de aviones enemigos. Llegó a territorio escocés a las 22:30 y empezó a tratar de localizar el lugar donde había planeado aterrizar: cerca del castillo del duque de Hamilton, el hombre que, creía, lo pondría frente a frente con el primer ministro británico, Winston Churchill.
Aunque tenía grabada en la memoria la imagen aérea de Dungaverl House –el castillo del duque– no pudo encontrarlo sobre el terreno. Todo estaba oscuro y tampoco se veía un lugar donde poder aterrizar. Había perdido la orientación por completo cuando una rápida mirada al indicador de combustible le hizo saber que no tenía tiempo de seguir buscando. No podía siquiera aterrizar en la oscuridad y la única posibilidad de salvar su vida era saltar en paracaídas.
Subió hasta los 1.800 metros, apagó los motores y abrió la cabina, pero la enorme presión debido a la velocidad le impidió salir del aparato, que caía rápidamente hacia el suelo. Para evitar el choque, tuvo que poner el avión panza arriba. Entonces, se empujó haciendo presión con las piernas y salió despedido hacia atrás. Ya en el aire, abrió el paracaídas. El avión se estrelló contra el suelo, explotó y quedó envuelto en llamas, todo bajo la mirada de Hess, que segundos después rodó enrollado en su paracaídas en un campo.

Ese fue el inicio de uno de los episodios más sorprendentes y enigmáticos de la Segunda Guerra Mundial, protagonizado por el hombre que, hasta ese día, era considerado el principal colaborador y potencial heredero político de Adolf Hitler. Cuando se cumplen 84 años de aquel vuelo de Hess a territorio enemigo, los interrogantes persisten: ¿Por qué y para qué uno de los más altos jerarcas del Tercer Reich voló en plena guerra, solo y clandestinamente, desde Alemania a Gran Bretaña para arrojarse allí en un paracaídas?.
Hay versiones que dicen que Hess lo hizo a espaldas de Hitler y otras que aseguran que el líder nazi estaba detrás del plan pero que negó saberlo cuando fracasó y acusó a su viejo lugarteniente de traidor. Las primeras buscan sustento en que, para marzo de 1941, Rudolf Hess había perdido mucho terreno en la estima de Hitler y también en la estructura de poder de la Alemania nazi y que, con ese vuelo, quiso recuperar el aprecio del führer. Las segundas se basan en la estrecha relación que los dos cultivaron desde los viejos tiempos en que habían compartido tiempo en la cárcel alemana de Landsberg donde, prácticamente a cuatro manos, escribieron el líbelo firmado por Hitler que se convirtió en la biblia del nazismo: Mein Kampf (“Mi Lucha”).
El camarada más cercano
Rudolf Hess, hijo de alemanes pero nacido en 1899 en la Alejandría bajo dominio británico, era cinco años menor que Adolf Hitler pero tenían muchas experiencias y obsesiones en común: los dos combatieron durante la Primera Guerra Mundial –uno como aviador, el otro como cabo de infantería– y tenían una creencia compartida de que la derrota alemana en la en el conflicto fue causada por una conspiración de judíos y bolcheviques infiltrados en el estado prusiano.
Se conocieron en 1920, durante un acto político del Múnich donde Hitler pronunció uno de sus primeros discursos incendiarios. El 1 de julio de ese año, Hess se unió al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) somo su afiliado número 16. En 1923 participaron codo a codo en el intento de golpe de estado que pasó a la historia como el “Putsch de Múnich”.
Hitler fue puesto en libertad condicional el 20 de diciembre de 1924 y Hess diez días después y poco más tarde el NSDAP volvió a ser legalizado y pudo presentarse a las elecciones de 1928, donde obtuvo el 2,6% de los votos. El porcentaje era exiguo, pero contrastaba con el impactante crecimiento del partido, que para 1929 superaba los 150.000 miembros.

En ese momento Hess fungía como secretario privado de Hitler y más tarde pasó a ser su asistente personal. Lo acompañaba en todos los actos públicos y era una de las pocas personas que podía reunirse con él en cualquier momento sin necesidad de pedir una audiencia. Esa cercanía se reflejaba también en su ascenso dentro de la estructura del partido, al punto que fue nombrado comisionado político central del NSDAP en diciembre de 1932, cuando los nazis estaban a punto de llegar al poder.
En la cima
Cuando Adolf Hitler fue nombrado canciller del Reich a fines de enero del año siguiente, la acumulación de poder de Hess se hizo vertiginosa. Fue nombrado lugarteniente del führer en el NSDAP y, luego, miembro del gabinete, con el cargo de ministro sin cartera. Desde esa posición era responsable de varios departamentos, como Asuntos Exteriores, Finanzas, Salud, Educación y Asuntos Jurídicos. Además, toda la legislación pasaba por su oficina para su aprobación, excepto la relativa al ejército, la policía y la política exterior, y redactaba y firmaba conjuntamente muchos de los decretos con el propio Hitler, incluyendo aquellos que apuntaron a perseguir a los judíos.
Hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, el lugarteniente del führer mantuvo ese poder e incluso lo acrecentó, pero el conflicto bélico comenzó a afectar su suerte. Las exigencias de la guerra comenzaron a hacer evidente que, si bien el fanatismo y los discursos de odio le habían permitido llegar a lo más alto, el amigo más fiel de Hitler era un nombre de pocas luces para la gestión en tiempos de crisis. En pocos meses, fue perdiendo terreno frente a otros jefes nazis como Hermann Göring, Martin Bormann, Joseph Goebbels y Heinrich Himmler que lo fueron desplazando de sus funciones. Todos lo acusaban de blando e ineficiente. Seguía cerca de Hitler por la historia compartida, pero ya no tenía el mismo poder que en tiempos de paz.

Esa era la situación de Rudolf Hess en la estructura de poder del Tercer Reich cuando, en marzo de 1941, Alemania invadió la Unión Soviética y abrió un nuevo frente de batalla. Una de las hipótesis más difundidas es que, luego de la apertura de ese nuevo frente, Rudolph Hess pretendió recuperar la estima de Hitler –y el poder perdido– cumpliendo un anhelo del führer: firmar la paz o, por lo menos, pactar una tregua con Gran Bretaña para así poder concentrar más tropas en las líneas orientales para arrasar la Unión Soviética. Eso lo habría llevado –con o sin la anuencia de su jefe– a subirse a un avión y lanzarse sobre territorio inglés para negociar. La idea era por sí misma rayana con el delirio: entre junio y octubre de 1940, la Luftwaffe había bombardeado ciudades y bases aéreas británicas para obligar a Inglaterra a rendirse, en lo que se conocería como Batalla de Inglaterra. Esa ofensiva resultó un fracaso y Winston Churchill, el primer ministro británico, lo sabía. Difícilmente aceptara una negociación de ese tipo.
Más allá de las hipótesis, la cuestión es que la noche del 10 de mayo de 1941 Rudolf Hess se arrojó en paracaídas sobre territorio escocés y vio desde el aire cómo su avión se estrellaba contra el suelo y se incendiaba.
El granjero, el policía y el duque
El granjero David McLean oyó el ruido de un avión que volaba a una altura peligrosamente baja y, al mirar por la ventana, lo vio caer y prenderse fuego. Salió corriendo con la intención de ayudar al piloto –al que en un primer momento supuso un compatriota- en caso de que hubiera sobrevivido y encontró a un hombre todavía forcejeando con el paracaídas. Al ver su uniforme, le preguntó si era alemán. “Sí, soy el capitán Alfred Horn. Traigo un importante mensaje para el duque de Hamilton”, le respondió Hess en inglés. Se había lastimado en un pie y el granjero lo ayudó a llegar hasta su casa, donde le ofrecieron una taza de té.
Mientras el supuesto capitán Horn se reponía en un sillón, McLean llamó por teléfono a la policía y poco después llegó el comandante Graham Donald, del Scottish Royal Observer Corps, a quien el oficial alemán caído del cielo le reiteró su pedido. La mañana siguiente, cuando estuvo frente a Douglas Douglas-Hamilton, duque y oficial de aviación, Hess le reveló su verdadera identidad y le explicó que había llegado en misión de paz con el objetivo de poner fin a la guerra entre Alemania y el Gran Bretaña para lo cual debía entrevistarse con Churchill.

El duque, incrédulo, le pidió que le explicara la propuesta para transmitírsela al primer ministro y Hess enumeró las condiciones: 1) que las zonas de influencia de los dos países fueran Alemania en Europa y Gran Bretaña en su imperio, con excepción de las antiguas colonias alemanas; 2) indemnizaciones recíprocas a los súbditos británicos y alemanes sancionados a causa del conflicto bélico; 3) devolución de sus antiguas colonias a Alemania y que Rusia fuera ‘incluida’ geopolíticamente en Asia; y 4) acuerdo simultáneo de un armisticio, seguido de un tratado de paz tripartito que incluyera a Italia.
A primera hora de la tarde del domingo 11, Douglas Douglas-Hamilton voló a Londres y fue recibido por Churchill en el número 10 de Downing Street. El primer ministro decidió escuchó la historia y las propuestas y, de inmediato, decidió enviar a un experto en relaciones con Alemania, sir Ivone Kirkpatrick, que conocía personalmente a Hess para que confirmara su identidad y lo interrogara. Después de recibir el informe de Kirkpatrick, en lugar de entrevistarse con Hess y escuchar sus propuestas, Churchill decidió que lo encerraran en la Torre de Londres y luego lo trasladaran bajo estrictas medidas de seguridad, a la mansión de Mytchett Place –un lugar con el nombre en clave de “Campo Z”–, en Aldershot, a unos 50 kilómetros al sudoeste de Londres.
Mientras tanto, en Berlín…
El domingo 11, bien temprano a la mañana, Adolf Hitler recibió una carta escrita de puño y letra por Hess. “Mi führer, cuando reciba esta carta, estaré en Inglaterra”, comenzaba el texto, para después explicar sus razones. “Y si este plan, que, lo admito, no presenta sino una débil posibilidad de éxito, termina con un fracaso y la suerte me es adversa, ni usted ni Alemania tendrán que padecerlo: siempre les será posible declinar toda responsabilidad. Dígase simplemente que he perdido la razón”, terminaba. En los más altos niveles del Reich corrió el rumor que después de leer la carta de Hess, el líder nazi tuvo un ataque de furia y convocó a Göring, Goebbels, Bormann y al ministro de Relaciones Exteriores Joachim von Ribbentrop, contra quienes desató su ira. Al diplomático le ordenó que se comunicara con Benito Mussolini para asegurarle que Alemania jamás firmaría una paz por separado con Gran Bretaña, pero quien se llevó la peor parte fue el jefe de la Luftwaffe, a quien acusó de haberle permitido volar a Hess.
A su vez, Göring descargó su ira contra el ingeniero Willy Messerschmitt, fabricante del avión que había usado Hess, por habérselo prestado. El diálogo que mantuvieron fue relatado por el propio Messerschmitt años después de terminada la guerra:
-¿Cómo le pudo prestar un avión de guerra a herr Hess? – le preguntó, amenazante, Göring.
-Señor ministro, no puedo negarle un avión al lugarteniente del führer, que es un excelente piloto y que, tras sus experiencias, me ha dado interesantes consejos para incrementar la autonomía del aparato - respondió el ingeniero.
-Pero, herr Messerschmitt, ¡Hess está loco! –se desesperó el jefe de la aviación alemana.
-Señor ministro, ¿Cómo quiere usted que yo imagine que el lugarteniente y amigo del führer está loco? – se defendió Messerschmitt.
La cárcel y el suicidio
Rudolf Hess estuvo detenido en Gran Bretaña hasta octubre de 1945, cuando fue enviado a Alemania para sentarse en el banquillo de los acusados en el juicio de Núremberg, junto a otros 23 líderes nazis. El hombre que había sido el número dos de Hitler fue declarado culpable de crímenes contra la paz en la planificación y preparación de una guerra de agresión y de conspiración para cometer crímenes. En cambio, zafó los cargos de crímenes de guerra y de crímenes contra la humanidad, lo que le salvó la vida. Fue condenado a cadena perpetua.
El 18 de julio de 1947 lo encerraron en la cárcel de Spandau, junto con otros seis dirigentes nazis que habían evitado la horca: Konstantin von Neurah, Walther Funk, Erich Raeder, el almirante Karl Dönitz, Baldur von Schirach y Albert Speer, el arquitecto del Reich. En 1966, cuando Speer recuperó la libertad luego de cumplir su condena, Hess se convirtió en el único huésped de la prisión, aunque siguió conservando el número que le habían asignado desde un principio: 7.

El “prisionero número 7” llevaba cuarenta años y un mes menos un día en Spandau cuando, la mañana del 17 de agosto de 1987 salió de su celda, como todas las jornadas desde hacía mucho tiempo, para encerrarse en la “casa de verano”, una sala de lectura que sus carceleros le habían habilitado en el jardín para que pasara las horas del día. El anciano de 93 años caminó de su celda hasta el ascensor -instalado seis años antes, para facilitarle el traslado– que lo llevó hasta la planta baja y desde allí se dirigió, con paso lento y vacilante, hasta su destino. Entró en la biblioteca y apenas quedó fuera la mirada de sus carceleros, desenchufó y cortó el cable de una de las lámparas, lo ató a una de las rejas altas de la ventana y se ahorcó.
En uno de los bolsillos de su saco encontraron una carta escrita de su puño y letra dirigida a su familia. No explicaba nada: simplemente agradecía lo que habían hecho por él durante su cautiverio. Si existe tal cosa, era la típica carta de despedida de un suicida, pero la muerte de Hess se convirtió casi de inmediato en objeto de teorías que persistieron durante años.
Contribuyó sin duda que la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos –los antiguos Aliados que lo tenían bajo custodia- demoraran un mes en hacer público un comunicado conjunto en el que calificaron la muerte del antiguo lugarteniente de Hitler como “suicidio”.
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