
En Roma era un secreto a voces que algunos miembros del patriarcado conspiraban contra Cayo Julio César. Sus extensas conquistas (que iban de Britania hasta Egipto), las riquezas que había aportado al tesoro de la ciudad y su popularidad entre la plebe hacían sospechar a varios senadores que aspiraba a convertirse en rey. Sin embargo, César había declarado públicamente que “consideraba a la República más importante que su vida”.
Algunos leales seguidores le habían advertido sobre esta conspiración organizada por los optimates (o patriarcas), pero la soberbia de Julio César no le permitía admitir la posibilidad de que más de sesenta miembros del Senado estuviesen conjurados para darle muerte. A muchos de ellos, el mismo César les había perdonado la vida en el pasado. ¿Cómo lo iban a traicionar?
Fueron algunos de estos senadores quienes lo convocaron a una reunión en el Foro, el 15 de marzo (a mediados del mes, los romanos lo llamaban idus) del año 44 a.C. Antes del encuentro, Julio César fue advertido por su esposa, Calpurnia (César era amante de Cleopatra, con quien tenía un hijo en Egipto), de que había soñado que lo asesinaban. Para ella era una premonición, pero César, con su habitual soberbia, despreció el consejo y le contestó: “Solo se debe temer al miedo”.
Camino al Foro, César encontró a un no vidente que le había advertido sobre la fecha probable de su asesinato. Jactándose de su suerte, le dijo: “Pues han llegado los idus de marzo”, a lo que el ciego contestó: “Pero no han concluido...”. “El hombre, en algún momento, es maestro del destino”, sostenía César. ¿Acaso él fue dueño del suyo?
Al llegar al Teatro de Pompeyo, lugar donde se reunía la curia romana, fue interceptado por los conspiradores, quienes le entregaron un petitorio. Cuando comenzó a leerlo, uno de los presentes, Tulio Cimba, tiró de su túnica, provocando la ira del César. “¿Qué clase de violencia es esa?”. Como Pontífex Máximus, César era jurídicamente intocable. Fue ese el momento elegido para asesinarlo.
El primero en clavar su puñal fue Publio Servilio Casca. Julio César trató de defenderse, a la vez que les recriminaba la prohibición de portar armas en el recinto del Senado. Casca gritó convocando a los demás conjurados, quienes se lanzaron sobre la víctima. A pesar de estar en franca desventaja, se opuso a sus atacantes hasta vio a Marco Brutus daga en mano, uno de los conspiradores a quien apreciaba como un hijo. Conmocionado, César alcanzó a decirle en latín: “Y tú también Brutus, hijo mío”. Otras versiones sostienen que se dirigió a su antiguo aliado en griego, mientras que William Shakespeare inmortalizó al “Et tu, Brute?”. Según Plutarco, nada dijo y solo atinó a taparse la cara para no ver la horrenda traición.

Más de veinte puñales se bañaron en su sangre.
César moría en su ley. Tiempo antes, le habían preguntado qué muerte prefería. “La inesperada”, contestó.
Su cuerpo quedó exánime a los pies del monumento a Pompeyo, hasta que tres esclavos condujeron su cadáver a su hogar. Allí fue donde Marco Antonio vio los restos del que fuera el hombre más poderoso de Roma y organizó, con los leales miembros de la decimotercera legión, una pira funeraria. Ante su cuerpo mutilado, Marco Antonio pronunció un discurso que exaltaba las virtudes de su antiguo jefe.
Shakespeare aprovechó este momento para escribir una de las alocuciones más memorables de su obra: “Acá vengo a enterrar al César, no para alabarlo... El mal que uno ha hecho en vida vive después que ha partido, mientras que el bien frecuentemente se entierra con sus huesos. Que así sea con el César”.
La traición de Brutus era el más claro ejemplo de una de sus frases preferidas: “El enemigo más grande se esconderá en el último lugar en que lo buscarás”. Muy probablemente le haya venido a la mente en sus momentos finales.
Su muerte desencadenó una violenta guerra civil. Brutus y Casio intentaron defenderse en la batalla de Filipo, pero al ser derrotados optaron por suicidarse. Vencidos los conspiradores, surgió una nueva pugna por el poder entre Marco Antonio y Octavio. El primero se alió con Cleopatra, pero fue derrotado por Octavio, quien se convirtió en Augustus, el primer César del Imperio Romano.
La muerte de Julio César marcó el fin de la República y su nombre se convirtió en sinónimo de autócrata.

César continúa siendo una de las figuras más exaltadas de la historia de la humanidad por sus actos políticos, sus logros militares y sus textos, mucho de hechos escritos con el fin de autopromocionarse: “He vivido lo suficiente, tanto en años como en logros”.
Su nombre se convirtió en sinónimo de poder (la palabra “zar” deriva del héroe latino). Los testimonios relatados en sus libros son verídicos, aunque frases como “Veni, vidi, vici” son ejemplos de su altivez, soberbia y arrogancia que le ganaron enemigos convencidos de que su verdadera intención era coronarse rey, aunque había rechazado una corona que, poco tiempo antes de morir, le había ofrecido Marco Antonio.
Su asesinato fue considerado como una traición por algunos; para otros, una merecida sanción por sus ambiciones, que lo convertirían en un dictador vitalicio, un atentado al espíritu republicano.
La muerte del César adquiere un valor simbólico en las estructuras democráticas cuando se alza una figura con perfil autocrático. Shakespeare, en boca de Brutus, presenta las razones del asesinato: “No lo hice porque lo amara menos, sino porque amo más a Roma”.
El mismo Marco Antonio reconoce en su discurso funerario que César tenía “ambiciones desmedidas”. ¿Eran tales ambiciones desmesuradas si el pueblo ansiaba su ascenso al poder? La clase dominante romana tenía muy presente el peligro de la democracia: puede degenerar en una demagogia, tal como lo advertía Aristóteles.
La historia enseña que un magnicidio no solo se limita a la muerte del jerarca sino que suele ser la excusa para el inicio de retaliaciones, venganzas y guerras entre hermanos, como aconteció después de esos idus de marzo. que nunca terminan de concluir.
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