
Domingo Fermín Lastra tenía 44 años y era dueño de dos estancias, una en Chascomús y otra en el sudeste bonaerense. Era uno de los hacendados que se habían comprometido en el movimiento revolucionario contra Juan Manuel de Rosas. Su hijo Domingo Fermín, de 19, confeccionó con pañuelos celestes una bandera, y se convertiría en el abanderado de ese improvisado ejército de productores agropecuarios sublevados.
El 13 de abril de 1835 Rosas, en su segundo mandato, había conseguido que la legislatura le otorgase las facultades extraordinarias. Se profundizaba un culto a su personalidad: su retrato se exhibía en las iglesias, y era mencionado por los curas en los sermones y todo debía pasar por el tamiz del perfecto federal: debía lucirse el cintillo punzó, y puertas, ventanas, rejas y postes estaban pintados de rojo; los hombres tenían prohibido usar la barba cortada al estilo unitario y menos usar prendas color celeste. Para ser profesor, había que demostrar su fe federal, y los alumnos de las escuelas eran premiados con medallas que llevaban grabadas la imagen de Rosas. Para poder graduarse en la universidad, había que ser federal y para conseguir el título, la persona era investigada. Criticar al régimen en público se corría el riesgo de ser delatado y hasta era peligroso salir a la calle cuando caía el sol por el accionar de la Mazorca, un grupo armado parapolicial que hacía justicia por mano propia. Y cuando la esposa, Encarnación Ezcurra murió en octubre de 1838, se multiplicaron los homenajes en su honor en los dos años que duró el duelo.

La economía no andaba bien por 1838. El bloqueo francés al Río de la Plata en protesta por los ciudadanos franceses que eran enrolados en el ejército local, provocó el cierre de las exportaciones, una caída del comercio y una disminución en los ingresos del gobierno. Paralelamente, Rosas cambió las condiciones del arrendamiento de las tierras bonaerenses, conocido como el sistema de enfiteusis, inaugurado por Bernardino Rivadavia, que buscaba apoyar a los pequeños y medianos productores rurales. En diciembre de 1837 el gobernador denunció a la legislatura “un funesto monopolio” de aquellos ganaderos que no pagaban el canon al gobierno y que pretendían continuar gozando de sus riquezas. A ellos se les quitarían las tierras. A Rosas le vino como anillo al dedo apropiarse del recurso de la tierra pública con un erario exhausto por el bloqueo. El sistema de enfiteusis contemplaba la renovación del canon, que dependía del gobierno y éste tenía sus propios planes.
La medida causó preocupación en el campo, más aún cuando la cosecha de trigo había sido buena y había subido la exportación de harina y de carnes. Sin embargo, el bloqueo había frenado la economía, muchos productores debieron malvender lo producido y el malestar era más que evidente. Surgió lo impensado: armar una revolución en territorio bonaerense, donde Rosas había construido su poder para llegar al gobierno. Los hacendados comenzaron a reunirse en los altos del galpón de la Estancia Vitel y en lo de los Lastra.

En enero de 1839 la comisión de emigrados unitarios le había propuesto a Lavalle desembarcar en Buenos Aires en paralelo con el estallido que debía producirse en la ciudad, donde se conspiraba, y con el del campo. Pero aún en mayo el militar se mostraba indeciso.
En la ciudad se eligió para liderar el movimiento a Ramón Maza, hijo del presidente de la Sala de Representantes Ramón Vicente Maza, amigo personal de Rosas. Maza, 29 años, prometía hacer carrera. En 1829 había peleado contra Lavalle, estuvo mucho tiempo en la frontera en la lucha contra el indígena e integró la escolta de Juan Manuel de Rosas en la campaña al desierto. Ese año había ascendido a teniente coronel y el 3 de junio se casó con Rosita Fuentes, hermana de la nuera de Rosas.
Todo debía coordinarse: la invasión de Lavalle, el golpe en la ciudad y el levantamiento en el interior bonaerense, que se centraba en las ciudades de Chascomús, Dolores y Tandil.

Rosas se enteró de los planes. Ocurría que los implicados a veces comentaban detalles en voz alta delante de extraños y de la servidumbre. Era casi un secreto a voces que los Gómez, Zavaleta, San Martín, Peña, Lozano y tantos otros estaban comprometidos. Además, Enrique Lafuente, empleado en la secretaría de Rosas, era un aliado de los implicados, su jefe no lo apartó y hacía interceptar la correspondencia que mantenía con sus compañeros.
El gobernador dejó hacer para medir el verdadero alcance de la conspiración. Cuando supo que el estallido del movimiento era inminente, decidió actuar. En junio de 1839 hizo arrestar a Ramón Maza, mientras que su padre Manuel Vicente fue apuñalado por la Mazorca en su despacho de la legislatura la noche del 27 de junio. Al otro día su hijo Ramón, era fusilado.
Lavalle, a quien los hacendados pedían que desembarcase al sur de la provincia de Buenos Aires, cambió de plan. Cedió al pedido de sus amigos uruguayos y usó sus tropas para enfrentar al gobernador entrerriano Pascual Echague, quien había invadido el Uruguay.

Los estancieros bonaerenses, que contaban con Lavalle, sus hombres y las armas que les enviarían, habían quedado solos. Las armas que los emigrados de Montevideo les enviaron llegarían cuando ya todo había terminado.
Las presiones de Rosas sobre el juez de paz de Dolores para que apresase a los cabecillas aceleró el estallido del movimiento, que pasó a la historia como la “Revolución de los Libres del Sur”. Los jefes militares eran Cramer, Pedro Castelli -el hijo del vocal de la Primera Junta- y Manuel Leoncio Rico, segundo jefe del Regimiento 5.
Estaban comprometidos muchos hacendados, como Marcelino Martínez Castro; Matías, Francisco y Exequiel Ramos Mejía; Leonardo Gándara; Ambrosio Crámer; Domingo Lastra; Benito Miguens, entre tantos.
Se armó una suerte de cuartel general en el viejo cementerio de Dolores. El francés Cramer, viejo oficial napoleónico, al ver que contaban con paisanos mal armados y peor disciplinados, hizo lo que pudo para organizarlos. No pasaban de los 1500.

Se planeó hacer estallar el movimiento el 6 de noviembre, pero cuando se supo que las autoridades estaban al tanto, se lo adelantó. El 29 de octubre, en la plaza de Dolores, fue el pronunciamiento. El comandante Manuel Leoncio Rico, en la plaza, ante unos 200 vecinos armados con lanzas, exclamó. “Este pueblo heroico, cansado de tanta humillación, y amenazado en la vida y en los intereses de sus hijos, se pone en armas. Juremos todos no dejarlas mientras no hayamos dado en tierra con el amo y el último de sus esclavos. ¡Patriotas del sud! ¡Viva la libertad! ¡Abajo el tirano Rosas!” Tomaron un retrato del gobernador y lo cortaron a cuchillo limpio. Todos tiraron al piso la cintilla punzó que eran obligados a lucir. Era “El grito de Dolores”.
Rico se puso al frente de las fuerzas. Crámer levantó Chascomús, pero no lograron hacer lo mismo con Tapalqué y Azul.
Nicolás Granada, comandante de las divisiones del Sur, al enterarse de la conspiración, informó a Prudencio Rosas, el hermano del gobernador y a Vicente González, “el carancho del monte”, apodo que se había ganado por la forma de su nariz y sus ojos penetrantes. Para Prudencio la sublevación era un hecho aislado, encarada por un grupo de gente mal armada, sin jefes ni soldados profesionales.

El 5 de noviembre Pedro Castelli partió con sus hombres hacia Chascomús, y desde Azul había hecho lo propio fuerzas del gobierno. Eran 2000 soldados y unos 300 indígenas.
Hubo un solo encuentro. Fue el jueves 7 de noviembre de 1839 a orillas de la laguna de Chascomús y el combate duró unas tres horas. En un primer momento, los revolucionarios hicieron retroceder a las tropas comandadas por Rosas, pero el coronel Granada volcó la suerte de las armas a favor del gobierno, ayudado en parte por Francisco Javier Funes que, con sus hombres, se pasaron de bando.
Muchos intentaron salvar sus vidas arrojándose a las aguas de la laguna, pero fueron rematados. Cramer murió a lanzazos. Otros fueron ejecutados a orillas de la laguna, como fueron los casos de Domingo Lastra, de su hijo, que murió abrazado a la bandera.

Rico, con 800 hombres, logró llegar al Tuyú, donde se embarcó a la Banda Oriental, y se puso a las órdenes de Lavalle, quien en noviembre de 1840 iniciaría una penosa marcha hacia el norte, donde al año siguiente encontraría la muerte.
El gobierno recuperó el control de Dolores, mientras indios fieles al gobierno arrasaron Tandil, porque los complotados les habían dicho que Rosas había muerto. En lugar de plegarse al movimiento, los indígenas, al creer muerto a su amigo, fuera de sí, quisieron vengarlo.
La revolución había terminado. A los conspiradores solo les quedó escapar. Hubo sospechas sobre Gervasio, otro de los hermanos de Rosas, con el que no se llevaba bien. Ganadero bonaerense, no participó del movimiento, aunque lo conocía y no lo denunció. Por las dudas, durante un tiempo cumplió arresto domiciliario en la ciudad de Buenos Aires.
Hicieron unos 400 prisioneros entre peones y gauchos que Rosas liberó, diciéndoles que prefería creer que habían sido engañados y obligados a tomar las armas.

Castelli había logrado huir pero el 15 fue apresado en los Montes Grandes y un tal Juan Durán le cortó la cabeza. Como premio, cobraría el sueldo de sargento para toda la vida. Su cabeza fue exhibida en una pica como escarmiento en la plaza de Dolores, donde estuvo mucho tiempo, tanto que hasta un hornero había construido su nido. Se cuenta que fue una mujer la que le pidió a su hijo que rescatase la cabeza, la que finalmente fue enterrada en el cementerio.
La mayoría de los que participación en el levantamiento terminaron siendo perdonados por el gobierno, decisión tomada por Rosas cuando se sorprendió de la cantidad de gente conocida suya que estuvo involucrada, políticos y militares todos respetables federales. Su secretario Lafuente debió exiliarse y la esposa de Maza, Mercedes Puelma Díaz Andrade, no soportó la pérdida del marido y del hijo y se suicidó tomando veneno.
Por el decreto del 9 de noviembre, el levantamiento fue declarado de alta traición hacia el Estado, y sus implicados quedaban fuera de la ley. A partir de 1840, el gobierno procedió a confiscar los bienes de los complotados, quedándose con el ganado y repartiendo tierras.
La viuda de Lastra, Agustina Barrios, que cuando el levantamiento fue sofocado gente de la Mazorca fue a su casa de la ciudad y la saquearon, haría levantar un mausoleo en los fondos del viejo cementerio de Chascomús, cerca de la zanja donde habían sido enterrados los caídos. Allí descansan los restos de los que perdieron la vida en aquella jornada. Fue declarado monumento histórico nacional en 1939.
En agosto de 1859 en la plaza de Dolores se colocó la piedra fundamental de lo que sería la pirámide que recuerda a los que murieron en esa revolución. Uno de sus padrinos fue Fernando Otamendi, sobreviviente de un movimiento que terminó de la peor manera.
Fuentes: Juan B. Selva: El grito de Dolores. Sus antecedentes y consecuencias, Ed. Tor, 1935; Adolfo Saldías: Historia de la Confederación Argentina. Rosas y su época, Ed Ateneo; Ricardo Levene: Historia de la Nación Argentina, Ed. Ateneo
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