
En algún lugar remoto del océano Antártico, a 600 kilómetros al sur de Nueva Zelanda, crece un árbol que desafía la soledad y la lógica: la pícea de la isla Campbell. Plantado alrededor de 1905, este ejemplar ha quedado aislado de sus parientes más cercanos por más de 200 kilómetros.
Su historia combina ciencia, resistencia y un enigma silencioso que conecta la naturaleza con la huella humana en la Tierra. Aunque su presencia pueda parecer casi accidental, algunos historiadores sugieren que la pícea fue parte de un proyecto de reforestación impulsado por Lord Ranfurly, entonces gobernador de Nueva Zelanda.
“Es increíble pensar que alguien plantó este árbol en un lugar donde las condiciones parecían imposibles para su supervivencia”, comenta la botánica Anne-Marie Hill. Más de un siglo después, la pícea sigue erguida, enfrentando vientos gélidos y suelos pobres, un recordatorio de la tenacidad de la vida frente a la adversidad.
Soledad en el extremo del mundo
La pícea de Sitka se encuentra fuera de su hábitat natural, que está en las latitudes septentrionales del Pacífico. Sin embargo, su aislamiento no ha sido un obstáculo para que sobreviva más de un siglo. La isla Campbell es conocida por su clima extremo, con vientos que superan los 150 km/h y temperaturas que rondan los 0℃ durante buena parte del año.
“Este árbol capta el cambio de forma única en sus anillos de crecimiento”, explica Chris Turney, científico de la Universidad de Nueva Gales del Sur, refiriéndose a la señal de carbono-14 detectada en la madera correspondiente a 1965, un legado de las pruebas nucleares atmosféricas. “Nunca habíamos tenido un registro tan puro y remoto de la actividad humana”, añade Turney.
Para Mark Maslin, del University College de Londres, este árbol representa algo más que un ejemplar solitario: “Si se quiere representar el Antropoceno con el inicio de la Gran Aceleración, entonces este es el registro perfecto para definirlo”. La pícea se ha convertido así en un testigo inadvertido de la actividad humana a escala planetaria, un “clavo de oro” potencial que podría marcar el inicio de una nueva era geológica.
No solo los científicos encuentran fascinante la historia de la pícea: navegantes y exploradores que han visitado la isla la describen como un punto de referencia emocional, un símbolo de resistencia frente al aislamiento extremo.

Un registro vivo del Antropoceno
El análisis de los anillos de crecimiento revela mucho más que la edad del árbol. La presencia de radioisótopos como el carbono-14 actúa como un archivo natural que conserva la historia de la contaminación, la industria y la energía nuclear.
“Es paradójico”, comenta Maslin, “que un árbol plantado por el hombre en un lugar donde no debería estar termine documentando el impacto global de la humanidad”.
El estudio, publicado en 2014, fue un hito para el debate sobre el Antropoceno. Para los científicos, la picea ofrece un registro imparcial, alejado de ciudades, industrias y contaminación directa, lo que permite observar cómo los cambios humanos llegan incluso a los rincones más remotos del planeta. “Cada anillo de este árbol es como una página de la historia de nuestro planeta”, dice Turney.
A través de la pícea, la naturaleza y la ciencia convergen en un mismo registro: el planeta cambia, y los árboles, aunque aislados, son testigos silenciosos de cada transformación. La pícea nos recuerda que incluso en la distancia más extrema, la vida puede registrar, resistir y contar historias que trascienden generaciones.
El Árbol de Tenere: resistencia en el desierto
Aunque la pícea de la isla Campbell domina los registros científicos, otro árbol solitario se convirtió en leyenda por su resistencia física: el Árbol de Tenere, una acacia que creció durante siglos en el corazón del Sahara, en Níger.
Durante años, fue el único ser vivo en un radio de más de 400 kilómetros. Sus raíces se extendían más de treinta metros bajo la arena, y para las caravanas tuaregs y bereberes era un punto de referencia vital. “Nunca olvidaré la primera vez que lo vi: un ser solitario en un mar de arena, una señal de vida imposible”, relató el viajero francés Henri Lhote.
“Hay que ver el árbol para creer en su existencia”, relató el comandante Michel Lesourd en 1939. Sin embargo, su historia terminó trágicamente en 1973, cuando un conductor chocó contra él. Sus restos se trasladaron al Museo Nacional en Niamey, y en su lugar se erigió una escultura metálica, que también sufrió un accidente automovilístico meses después.

El Árbol de Tenere, con una edad estimada de 300 años, fue el último vestigio de un antiguo bosque que cubrió la región cuando aún era fértil. Su imagen se convirtió en símbolo de resistencia y orientación, y su desaparición dejó un vacío en la memoria colectiva del desierto. Hoy en día, su lugar lo ocupa una estatua en su memoria.
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