
Trabajar en un museo es convivir a diario con el tiempo detenido. Es llegar cada mañana y saludar a estatuas que no responden, caminar por salas en silencio mientras los cuadros parecen observarte a ti, y no al revés. Pero para Aoife McKenna, de Derby, Reino Unido, esta experiencia tomó un rumbo poco habitual. En noviembre emprendió un viaje de 9.000 millas hasta Port Lockroy, una base británica en la remota isla Goudier, en la Antártida. Allí se encuentra el museo más austral del planeta, gestionado por el UK Antarctic Heritage Trust (UKAHT), junto con la oficina de correos más al sur del mundo y una bulliciosa colonia de pingüinos papúa.
Para McKenna, esta experiencia fue “diferente a cualquier otra”. Durante cinco meses trabajó junto a un equipo de otras cuatro personas en la conservación y evaluación de objetos del museo. La base, que fue la primera estación científica del Reino Unido en la Antártida, ofrece cada año un proceso de reclutamiento abierto. Y aunque suene a aventura reservada para especialistas extremos, McKenna aclara que “la mayoría de quienes se dedican a este trabajo nunca han trabajado en la Antártida” y que, en realidad, “es un poco más accesible de lo que la mayoría cree”, afirmaba para la BBC.
“No había una sensación real de que el tiempo pasara”

La isla en la que vivió es “muy aislada” y “ligeramente más pequeña que un campo de fútbol”, según describe. Sin embargo, esta diminuta porción de tierra rodeada de hielo es, sorprendentemente, un lugar transitado. “Estábamos ubicados en la Península Antártica, que es una especie de franja del continente que se extiende hasta el fondo de América del Sur”, explica. A lo largo de la temporada turística, calcula que vieron “probablemente alrededor de 18.000 personas durante la temporada, que nos visitaron en cruceros y todo tipo de embarcaciones pequeñas y yates”.
La afluencia no se limita al turismo. “La gente venía a hacer investigaciones científicas. Venía todo tipo de gente”, añade. Esta mezcla entre aislamiento extremo y tránsito inesperado marcó una rutina en la que el trabajo se alternaba con la observación directa de la vida silvestre y la gestión diaria de un museo en condiciones poco convencionales. “Pudimos hacerlo, pero también quería aprovechar al máximo la experiencia, pasar tiempo con los pingüinos y pasar el mayor tiempo posible al aire libre”, recuerda. La isla estaba habitada por unos mil pingüinos papúa, y durante su estancia “tenían poco menos de 700 polluelos, así que fue realmente adorable y, sin duda, un momento inolvidable”.
Uno de los mayores retos, sin embargo, fue enfrentarse a la peculiaridad del tiempo. “Durante gran parte de la temporada, hay 24 horas de luz”, comenta. “Así que no había una sensación real de que el tiempo pasara, siempre parecía medio día, incluso cuando era media noche”. Este efecto afectó directamente al equipo: “Como trabajábamos muchas horas, eso definitivamente nos dejó a todos muy cansados”.
El regreso a la vida urbana también implicó un ajuste. “Tuvimos que adaptarnos mucho al regreso. Pasamos por Argentina, así que pasamos un tiempo en Buenos Aires. Adaptarme a una ciudad enorme fue realmente interesante. Noté mucho más el ruido”, explicó McKenna antes de volver a Reino Unido a finales de marzo. Actualmente, trabaja en un museo en Stirling, en Escocia. Aunque ha cambiado de latitudes, la experiencia antártica dejó una huella duradera. Según afirma, le ha hecho sentirse “aún más apasionada” por los museos y el patrimonio. Una pasión que, en su caso, ya ha atravesado glaciares, pingüineras y fronteras invisibles donde el reloj, como el tiempo en los museos, parece haberse detenido.
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