La música se filtra en mí al amanecer, dijo alguna vez Bob Dylan. Para entonces, ya era evidente que su vínculo con la composición no obedecía a un método convencional. En sus propias palabras, muchas de sus canciones fueron escritas por “fantasmas”, como si fueran dictadas por una fuerza externa, ajena incluso a su voluntad. En esa etapa temprana de los años 60, Dylan escribía con una urgencia casi sobrenatural, una especie de trance artístico que, con el tiempo, él mismo consideraría irrepetible, informó Far Out.
Ese ritmo febril de creación desembocó en uno de los períodos más fértiles de su carrera. En apenas 15 meses, publicó tres de sus álbumes más influyentes: Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde. Cada uno de ellos consolidó una nueva dimensión dentro de la música popular, combinando el folk, el rock y la poesía con una agudeza sin precedentes. Según recuerda la cantante Joan Baez, compañera de escenario y figura clave de ese tiempo, las composiciones fluían con tal facilidad que muchas de ellas quedaban olvidadas, pudriéndose en el fondo de su piano hasta ser recuperadas.
Desde su primer disco en 1962 hasta el final de la década, Dylan firmó nueve álbumes de estudio. Ninguno recibió menos de cuatro estrellas por parte de la crítica especializada, y al menos tres de ellos están habitualmente clasificados entre los mejores discos de todos los tiempos. Para un artista que en ese entonces apenas superaba los 25 años, ese nivel de producción y reconocimiento no tenía precedentes.

La caída, el repliegue y un nuevo tono
Sin embargo, como todo fenómeno que desafía los límites humanos, ese vértice creativo estaba destinado a interrumpirse. Fue precisamente un accidente de motocicleta el que marcó el punto de quiebre. El hecho, lejos de ser menor, condujo a Dylan a alejarse del ojo público, evitar los escenarios y reflexionar sobre el lugar que ocupaba en la cultura de su época. La figura del profeta contracultural dio paso a un hombre más reservado, que comenzó a escribir desde un lugar más íntimo.
Durante los años 70, el compositor abandonó la crítica feroz al statu quo y la retórica apocalíptica. El nuevo Dylan no alzaba la voz para denunciar las guerras ni las injusticias, sino que se volcó a observar sus propios paisajes interiores. La pausa impuesta por el accidente se convirtió en un periodo de reinvención creativa. La velocidad disminuyó, la mirada se tornó introspectiva, y la urgencia ideológica cedió lugar a la exploración emocional.
Tres canciones que nunca volverán
Con el paso de los años, Dylan fue el primero en reconocer que jamás lograría recrear el tipo de inspiración que dominó su obra en los 60. En sus memorias, identifica con claridad tres canciones como ejemplos supremos de esa época de esplendor:
- “Masters of War”
- “A Hard Rain’s a-Gonna Fall”
- “Gates of Eden”
Para él, estas piezas no fueron simplemente canciones destacadas, sino manifestaciones de algo “más allá”, obras nacidas de una “magia etérea” que no respondía a su propia voluntad consciente. Dylan y el productor Daniel Lanois intentaron volver a capturar esa energía en Oh Mercy, un álbum celebrado por su calidad lírica y su atmósfera densa. Aunque fue considerado por muchos como su mejor trabajo desde Desire, el propio Dylan admitió que no contenía ese “delirio creativo” que había caracterizado sus años de gloria.
“Ese tipo de canciones se escribieron en circunstancias diferentes, y las circunstancias nunca se repiten”, explicó en su autobiografía. “No pude llegar a ese tipo de canciones para él ni para nadie más. Para lograrlo hay que tener poder y dominio sobre los espíritus”.
La renuncia al mito de la repetición

Lejos de lamentarse, Dylan pareció encontrar consuelo en aceptar sus propios límites. “Lo hice una vez, y una vez fue suficiente”, concluyó. Esa declaración no se lee como una renuncia, sino como un acto de liberación. Asumir que esas composiciones no volverán es también reconocer su excepcionalidad.
Durante mucho tiempo, se esperaba que Dylan repitiera una fórmula que, en realidad, nunca fue tal. Su proceso era caótico, intuitivo, profundamente espiritual. Una vez pasado ese momento, el artista se despojó del peso de complacer expectativas externas. En lugar de intentar replicarse a sí mismo, eligió cambiar, moverse, escapar de su propia sombra.
En ese gesto hay una ironía autorreferencial. “Era mucho mayor entonces, soy más joven que eso ahora”, escribió en uno de sus versos más recordados. En él se adivina la paradoja de un hombre que se rejuveneció al abandonar la gravedad de su figura mítica.
Un legado que no le pertenece solo a él

Dylan también dejó en claro que esa llama volverá a encenderse en otra voz, en otro tiempo. En sus memorias, imagina la llegada de una nueva figura capaz de ver la verdad con claridad y sin metáforas: alguien que será capaz de derretir el metal y nombrar las cosas como son. “Alguien llegaría eventualmente que la tendría de nuevo”, predijo.
En ese gesto hay una especie de profecía inversa: no se trata de prolongar su reinado, sino de abrir paso a lo que vendrá. Dylan no se considera el dueño de ese fuego, sino un testigo transitorio que lo sostuvo un tiempo y luego lo dejó partir.
Lo extraordinario de haberlo hecho una vez
Con la misma lucidez con la que señaló los límites de su época dorada, Dylan expresó que no necesitaba repetir el milagro. Lo que escribió entre 1962 y 1966 no fue fruto de un talento calculado, sino de un estado de gracia. Y como tal, fue efímero.
Según el medio, la historia de Bob Dylan en los años 60 no es la de un hombre haciendo música, sino la de alguien que fue canal de algo más grande. Que lo escuchó, lo escribió y luego lo soltó.
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