
Afectos, emociones, virtudes, carácter, habilidades para la vida, bienestar… Desde hace tiempo, el lenguaje de las políticas educativas incorporó con fuerza un vocabulario referido a una dimensión que durante mucho tiempo se consideró ajena al territorio de la escuela, enfocada en lo cognitivo y lo académico. Cada vez más, esas dos caras –la afectiva y la racional– se piensan entrelazadas: la escuela es un lugar de aprendizaje, pero también un espacio de encuentro con otros y de desarrollo subjetivo.
Con distintos marcos, la mayoría de las propuestas de reforma de la escuela secundaria que están impulsando las provincias incorporan entre las prioridades el bienestar integral de los estudiantes y los docentes. En algunas jurisdicciones, es uno de los pilares explícitos de la política educativa –como en el caso del “bienestar socioemocional” dentro del plan Buenos Aires Aprende de CABA–; incluso hay provincias que sancionaron leyes específicas sobre el tema –como la Ley de Educación Emocional de Misiones, aprobada en 2018–. También el marco nacional de la reforma que impulsa la Secretaría de Educación –cuya aprobación está prevista para la próxima reunión de ministros del área a comienzos de septiembre– alude a la transversalidad de las “habilidades socioemocionales”.
Un riesgo que señalan muchos docentes y especialistas es la banalización de “lo emocional” –cuando queda reducido a ejercicios de respiración o a pintar una carita sonriente o triste según el estado de ánimo de cada día–. También mencionan el riesgo de perder de vista que, si no logra enseñar los contenidos y habilidades básicos de Lengua y Matemática en 14 años de educación obligatoria, la escuela está dejando de hacer aquello para lo que fue creada –por más “educación emocional” que brinde–.
¿Es posible que esta preocupación por la dimensión afectiva forme parte de la tendencia a sobrecargar la escuela pidiéndole que resuelva todo lo que la sociedad y el Estado no logran abordar? ¿La afectividad debe ser una preocupación medular de la escuela?
Para muchos expertos, la respuesta a esta última pregunta es un contundente sí. No solo porque los chicos y adolescentes llegan a la escuela necesitados de una mirada adulta que los vea como personas en toda su dimensión humana, especialmente en los sectores más vulnerables. También porque, según lo han mostrado diversas investigaciones, la construcción de vínculos en el aula y el buen clima escolar son requisitos básicos para que el aprendizaje suceda. Tiene sentido, entonces, que hablar de educación implique cada vez más hablar de afectos. El desafío, en todo caso, es hacerlo con rigurosidad ante la proliferación de discursos de autoayuda que abordan lo emocional de manera superficial, lo reducen a una decisión voluntarista (“todo depende de tu actitud”) o apelan a recetas estandarizadas para “gestionar” los sentimientos.

Expertos en vínculos
La presencia cada vez más central de este tema en la agenda educativa implica, entre otras cuestiones, repensar el perfil docente, sobre todo en secundaria, donde tradicionalmente el conocimiento de la disciplina específica (Historia, Matemática, Química) era el único parámetro privilegiado para distinguir a un buen o mal profesor.
“Enseñar hoy implica una triple especialización: disciplinar, pedagógica y vincular”, afirman las investigadoras Rebeca Anijovich y Graciela Cappelletti en el documento Tensiones y horizontes educativos en tiempos de cambio: ¿y si la secundaria fuera distinta?, que presentaron la semana pasada en el XVI Foro Latinoamericano de Educación, organizado por Fundación Santillana con apoyo de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI).
Pensando en la transformación de la secundaria, Anijovich y Cappelletti delinean un rol docente que complemente su conocimiento disciplinar y pedagógico con una aguda inteligencia emocional: alguien que sea, a la vez, experto en su materia, en cómo enseñarla y en cómo vincularse con los adolescentes. Esa dimensión vincular es fundamental para promover otra cuestión que suele suscitar consenso: el protagonismo de los estudiantes en el aula.
“La construcción de vínculos sólidos entre estudiantes, docentes y la comunidad es clave para generar entornos de aprendizaje donde el protagonismo sea genuino”, señalan Anijovich y Cappelletti. Y agregan que la escuela no solo debe transmitir conocimientos, sino también ser “un espacio de socialización, construcción de subjetividad y ejercicio de la ciudadanía”.
“Aprendizaje, cuidado e inclusión”: en esas tres palabras pueden sintetizarse las “promesas” que le dan sentido a la escuela secundaria, según propuso Carlos Magro, vicepresidente de la Asociación Educación Abierta de España, en la apertura del Foro. Magro enfatizó que, desde su perspectiva, las tres promesas deben priorizarse en igualdad de condiciones, y propuso pensar la escuela como una “comunidad de aprendizaje y de cuidados”. En ese sentido, sugirió que las escuelas secundarias deberían parecerse más a las primarias, donde la dimensión del cuidado está más visibilizada.
La cuestión del buen trato en el aula resulta crucial: no es un atributo adicional sujeto al tipo de personalidad de cada docente, sino un requisito básico para el ejercicio de la profesión. A nivel nacional, un estudio del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA) de la UCA encontró que en la secundaria 1 de cada 10 adolescentes (10%) reciben un trato “malo” o “regular” por parte de sus maestros, de acuerdo con la percepción de sus padres o adultos de referencia.

El porcentaje de familias que se quejan del trato docente es levemente superior (3 puntos porcentuales) en las escuelas estatales que en las privadas. La cantidad de familias que perciben que los docentes tratan mal a sus hijos es más baja en la primaria (7%) y en el nivel inicial (3%).
“El trato docente se asocia directamente con la calidad educativa. La forma en que los docentes interactúan con los niños y adolescentes es un factor importante que incide en la calidad, además de otros como los contenidos, el nivel académico y la infraestructura”, señala el informe de la UCA, elaborado por Carolina Martínez, Matías Maljar y Ianina Tuñón.
Los autores encontraron que, a la hora de evaluar la calidad educativa de la escuela, las familias otorgan un lugar central a los buenos vínculos: “El perfil de la población infantil que tiene déficit en la calidad del trato docente es bastante similar al que presentan quienes reciben una mala calidad educativa, lo cual indicaría que la evaluación de las familias del trato docente para con los niños es una dimensión con gran peso explicativo en la valoración de la calidad educativa institucional”.

La afectividad en la escuela
Carina Kaplan, investigadora de Conicet y profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, viene trabajando desde hace tiempo sobre la dimensión afectiva de la experiencia escolar. Kaplan también participó del Foro Latinoamericano de Educación, que incluyó un panel referido a este tema. Allí mencionó que las formas de violencia que irrumpen en las aulas, así como los crecientes episodios de autolesiones y suicidios adolescentes –incrementados tras la pandemia–, subrayan la urgencia de trabajar sobre lo afectivo. “Las violencias en la escuela son signos de un dolor social: necesitamos pensar el dolor en la escuela, especialmente en un tiempo en el que pareciera que el dolor ajeno no importa”, señaló Kaplan en el auditorio de la OEI.
“La experiencia escolar deja marcas y puede simbolizar el pasaje de ‘ser nadie’ hacia el ‘ser alguien’ en la vida. La escuela deja huellas afectivas. Somos en gran medida el resultado de la mirada escolar que se interioriza como espejo”, escribe Kaplan en su libro La afectividad en la escuela. La especialista subraya que las emociones no son puramente individuales ni se circunscriben al ámbito de la intimidad, sino que también son sociales y se relacionan con las condiciones de vida de los estudiantes. En ese sentido, propone construir escuelas capaces de “reparar las heridas sociales”.
“La tristeza, la rabia, el desinterés o la desconfianza que algunos adolescentes manifiestan en la escuela no son síntomas individuales sino huellas de experiencias sociales de exclusión, violencia o indiferencia. Y al mismo tiempo hay jóvenes que encuentran en la escuela un espacio vital donde logran tejer lazos, ser escuchados y proyectar futuros”, afirman Anijovich y Cappelletti.
Las autoras reivindican una “pedagogía de la escucha”, que requiere de parte de los adultos generar condiciones para que los chicos se animen a tomar la palabra. Y continúan: “Pensar la afectividad en la escuela secundaria es asumir que no hay enseñanza sin vínculo, no hay transmisión sin presencia, no hay transformación sin sensibilidad. Hacer lugar a lo afectivo no es un gesto complementario, sino una decisión radical sobre el tipo de humanidad que queremos construir en nuestras aulas”.
Algunas propuestas abordan la afectividad a partir de la enseñanza de las virtudes y la “educación del carácter”. Es el caso, por ejemplo, del trabajo que impulsa Fundación Varkey a través del Centro de Carácter y Liderazgo “Dandelion”, una iniciativa presentada hace unos días en el Teatro Colón, con presencia de funcionarios educativos de todo el país. El centro, de alcance regional, se enfoca en brindar formación y hacer investigación orientada a promover el “florecimiento humano”.
“Cuando hablamos de carácter nos referimos a cómo podemos florecer como personas y ser nuestra mejor versión. Creemos que es un tema vital, en el que no habíamos puesto el foco necesario. En tiempos de inteligencia artificial, colocar a la persona en el centro representa un enorme desafío y, a la vez, una gran oportunidad”, señaló Agustín Porres, director de Varkey para América Latina, en el lanzamiento.

La preocupación por el bienestar
La última edición de las pruebas PISA incluyó un cuestionario específico sobre bienestar y expectativas de futuro de los estudiantes. Según un estudio reciente de Argentinos por la Educación a partir de esos datos, el 64% de los estudiantes de 15 años afirma que la escuela los ayudó a ganar confianza para tomar decisiones. La cifra se ubica por encima del promedio de la OCDE (57%), según el informe elaborado por Sandra Ziegler, María Sol Alzú y Víctor Volman.
Las pruebas PISA también indagaron en la satisfacción de los estudiantes con sus vidas. Los resultados, surgidos de las respuestas de estudiantes de más de 80 países, muestran que las variables que más se asocian con altos niveles de satisfacción tienen que ver con una buena relación con sus padres o tutores, su vida escolar, su salud, sus bienes y su apariencia. Otros factores, como los amigos, el uso del tiempo, el barrio donde viven, su relación con los profesores y lo que aprenden en la escuela también se asocian positivamente con la “satisfacción vital” de los estudiantes.
Según los datos de PISA 2022, el 73% de los estudiantes argentinos dicen que hacen amigos fácilmente en la escuela, y casi 8 de cada 10 (78%) se sienten integrados en ella, una cifra superior al promedio de la OCDE (74%). En contraste, 2 de cada 10 (22%) reportan sentirse solos en la escuela, mientras que una proporción similar (26%) se siente como un extraño o excluido.

El informe PISA 2022 señala que el bienestar escolar no está necesariamente asociado al desempeño: más sentido de pertenencia no se traduce de modo directo en mayores aprendizajes, ni viceversa. Sin embargo, desde la OCDE señalan que esas dos dimensiones –junto con una tercera: la equidad– resultan fundamentales para evaluar la solidez de un sistema educativo.
Al preguntarles por la satisfacción con sus vidas, el 22% de los estudiantes argentinos dieron respuestas negativas: calificaron su satisfacción con la vida entre 0 y 4, en una escala de 0 a 10. La cifra aumentó con respecto a 2018 (15%), una tendencia que también se registró a nivel global.
“¿Cómo se prepara un docente para alojar el dolor, la rabia o la alegría de sus estudiantes sin desbordarse ni replegarse? ¿Qué espacios institucionales existen para tramitar las propias emociones? ¿Qué condiciones laborales hacen posible o dificultan el despliegue de vínculos afectivos sostenidos?”, escriben Anijovich y Cappelletti. Las preguntas apuntan a las condiciones que hacen posible el trabajo de los docentes sobre su propia afectividad, para poder recibir la que traen los estudiantes a la escuela.
En un contexto de deterioro del salario y de sobrecarga laboral, el malestar de los docentes se vuelve un problema que no es individual ni puramente subjetivo, sino que debe abordarse también desde las condiciones de trabajo y, por lo tanto, desde la política educativa. Ante este escenario crítico para la profesión a nivel global, la declaración final de la Cumbre Mundial sobre Docentes organizada esta semana por Unesco en Santiago de Chile menciona la necesidad de impulsar políticas que garanticen “el bienestar, el estatus y la dignidad profesional” de los docentes.

Los “buenos” docentes
En sintonía con la preocupación creciente por la dimensión vincular de la educación, el documento final de la cumbre –titulado Consenso de Santiago– propone que la relación docente-estudiante sea reconocida como “patrimonio común de la humanidad” y como “un faro de relacionalidad en un contexto de creciente transformación digital, la cual debe estar al servicio de la humanidad sin socavar el papel esencial de la socialización y la interacción humana en la educación”.
Distintas investigaciones muestran que, a la hora de evaluar a sus docentes, los estudiantes subrayan la dimensión afectiva: la escucha y la paciencia aparecen entre los atributos más valorados por los adolescentes. Así lo explicó Ezequiel Gomez Caride, director de la Escuela de Educación de la Universidad de San Andrés, en su intervención en el Foro Latinoamericano de Educación esta semana.
“Cuando les preguntamos a los estudiantes qué es lo que valoran en un buen docente, ellos dan cuenta de atributos relacionales, que tienen que ver con su capacidad de vinculación: lo primero que aparece es la paciencia”, señaló Gomez Caride, cuyas investigaciones recientes se refieren al bienestar docente. También mencionó que, al indagar en las creencias de esos profesores, un factor común se repite: “En general todos comparten una creencia muy fuerte en la potencialidad de sus estudiantes”.
Esas creencias se vinculan con el sentido que los docentes asignan a su tarea: según las investigaciones de Gomez Caride, los profesores expresan bienestar cuando sienten que “hacen la diferencia” en las vidas de sus estudiantes, cuando sienten que su esfuerzo “valió la pena”. En cambio, el malestar se relaciona frecuentemente con las condiciones que no les permiten enseñar. En ese sentido, el especialista señaló que –ante la sobrecarga y las múltiples urgencias del trabajo– un primer desafío es tomar conciencia de ese estado afectivo: “Muchas veces los docentes no tenemos tiempo de registrar los malestares ni el bienestar: es clave poder ponerles palabras”.
Desde una “lógica del cuidado”, Gomez Caride propuso “salir de la imagen del docente omnipotente y pensarnos como seres que cuidan y que necesitan ser cuidados”. Cuestionó las miradas utilitaristas sobre el bienestar –las que únicamente lo valoran como medio para mejorar los aprendizajes– y defendió la necesidad de construir “escuelas emocionalmente habilitantes”.
“Cuando el chico entra a la escuela y siente que puede, esas experiencias son las que después lo van a habilitar para otras cosas. Los estudiantes tienen altos registros de autoeficacia cuando tuvieron docentes que los validaron”, describió Gomez Caride. Y planteó una pregunta clave que debería hacerse todo equipo docente: “¿Los chicos salen de la escuela sintiendo que pueden más o que pueden menos?”.
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