
La risa más triste, el nuevo libro de Mariana Marx, explora las grietas de la vida privada a través de relatos que abordan lo doméstico, lo femenino y los vínculos familiares. Con una prosa directa, la autora se adentra en las ruinas afectivas del campo y la ciudad, exponiendo tensiones cotidianas y heridas persistentes.
El escritor Santiago Llach sintetiza el impacto de la obra al afirmar: “Uno termina de leer y quisiera mandarle un mensaje: ‘Te escuché, no estás sola’.” Esta frase resalta la capacidad del libro para conectar con el lector desde la intimidad y la empatía.
En los cuentos, el silencio y lo no dicho adquieren un peso central, permitiendo que deseos, injusticias y recuerdos se filtren en cada historia. Daniel Balmaceda subraya este aspecto al señalar: “Lo que sus personajes callan dice tanto como lo que narran, y en cada relato hay un resquicio por donde se filtra la verdad más humana.”
Marx evita la victimización y los lugares comunes, logrando que cada relato oscile entre lo confesional y lo colectivo. La autora transforma la experiencia íntima en una resonancia compartida, consolidando su posición como una voz narrativa capaz de observar el dolor con crudeza y belleza.
Infobae cultura publica uno de sus cuentos:
La risa más triste
Corro en dirección a mi casa, doblo en la esquina y miro hacia atrás. Saco mi celular del bolsillo y marco el número de Ernesto. No me responde, me apoyo en un auto estacionado y le mando un mensaje: llamame por favor, estoy asustada.
Vuelvo a la esquina para ver si me está siguiendo. Por la vereda no se ve nada, casi sin aliento, vuelvo a escribirle a Ernesto: es importante, llamame por favor. Ahora él está en línea, ¿estás?, le pregunto y le digo que fui a ver la casa que quiere comprar: me abrió la puerta un hombre despeinado, tenía los dientes sucios, la camisa rota, los pantalones desabrochados y cuando hablaba se le caía la baba. Ernesto me responde que está ensayando y que no puede hablar.
No me importa ahora tu ensayo, fui a verla para vos, todo para ahorrarte la comisión de la inmobiliaria, le escribo.
El calor es fuerte y tengo el vestido mojado, en la puerta de mi casa mi hermano Lalo espera afuera.
—Estás pálida.
—¿Me podés acompañar acá a la vuelta?
—¿Dónde?
—A ver una casa que queremos comprar con Ernesto.
—Estás temblando.
—Es que recién vengo de ahí, me recibió un tipo raro, era como esos asesinos seriales de las películas de terror americanas, le faltaban algunos dientes.
—¿Raro porque no tiene dientes?
—No sé, tengo que volver, cuando me abrió la puerta le dije que me había olvidado algo y que volvía más tarde,
¿me podés acompañar?
—¿No será otro de tus ataques de pánico?
—¿Me acompañás o no?
—¿Para qué?
—No sé, me da miedo ir sola, llevemos un cuchillo por las dudas, a ver si nos encierra y nos quiere matar.
Se escucha el tren que pasa por las vías. Entramos a mi casa, él se queda esperando en el hall, en la cocina busco en los cajones dos cuchillos, ninguno me encaja en el corpiño, dejo uno y el otro se lo doy a mi hermano. Un viento húmedo y caluroso me levanta el vestido de seda mientras caminamos en dirección a la casa. Le mando otro mensaje a Ernesto: al final me acompaña Lalo. Un
instante después él me responde: Cachavacha, no va a pasar nada, andá tranquila que vas con tu hermano.
—¿Cuál es? ¿Quién la encontró, vos o Ernesto?
—Es esa, la de tres pisos.
—¿Cuál?
—La que tiene el auto ese sin ruedas en la puerta.
—¿Estás segura de que vive alguien ahí?
—¿Por?
—Parece abandonada.
Tocamos el timbre, me paro atrás de mi hermano, Ernesto me escribe: filmá todo y avisame cualquier cosa.
Nos abre la puerta, ahora él tiene el pantalón abrochado y unos lentes de vidrio grueso bajados a media nariz, le presento a Lalo y le digo que me acompaña para medir algunos ambientes, él sonríe con la boca abierta y se frota las manos, le tiemblan, tiene los dedos manchados con nicotina. Nos hace pasar, hay olor a pis por todos lados, como si estuviera impregnado hace años en la pinotea. Después de recorrer la planta baja nos hace subir a una sala con las paredes cubiertas de bibliotecas. Hay olor a jabón de rosas mezclado con el aroma persistente y seco de la naftalina.
—Esta es la biblioteca de papi y mami —Y nos señala un sillón en el fondo que da a una ventana. Por un instante, vemos, inmovilizadas, dos cabezas enfrentadas de espaldas a nosotros. Un perro salchicha nos ladra, mi hermano le sonríe, la pareja de ancianos se levanta y se disculpan porque no pudieron abrir la puerta. Ella tiene las manos enguantadas, un vestido verde con flores que le llega justo debajo de la rodilla, con el cuello levantado y bordado. El sombrero está adornado con una pluma que parece de faisán. Él se apoya en un bastón de madera y plata, tiene un chaleco entallado pese a su espalda encorvada y un pantalón de pana color mostaza que se hunde en unas botas de cuero encerado, todavía brillantes. Los dos tienen arrugas profundas, la piel, fina y traslúcida dejan ver un mapa de venas azuladas.
—La casa no tiene ascensor y con noventa y tres años ya no podemos ni subir las escaleras.
Frente a ellos tienen una mesita ratona con libros apilados, dos copas y una botella de vino dentro de una frapera de plata.
—¿Son del barrio ustedes?
Mi hermano le responde que sí y acomoda el cuchillo.
Ellos siguen leyendo y nos ignoran.
Dejándolos atrás, subimos al tercer piso y un olor fuerte a colilla mojada de cigarrillo no me deja respirar. No hay luz, apenas se filtra un sutil rayo de sol entre las persianas rotas, algunas tienen maderas clavadas. Ahora sí veo miedo en los ojos de mi hermano. Seguimos caminando por el pasillo y en el fondo, en la última habitación, vemos un colchón tirado en el piso, rodeado de colillas, la ventana está tapada con enredaderas que crecieron hasta meterse adentro.
—Este es mi cuarto —nos dice y prende un cigarrillo tembloroso.
Apenas por la poca luz que entra, se ve sobre una mesa larga un televisor de madera y un tocadiscos entre las cientos de cajas desparramadas de una medicación que no alcanzo a distinguir.
—¿Puedo filmar?
Me dice que sí y le pregunta a mi hermano si tiene novia.
—Soy casado.
Me pregunta mi nombre y me dice que me ve cara conocida. Desde la planta baja llegan los ladridos del perro. Me quedo un rato mirando su colchón, tiene un tajo en el medio y la goma espuma con quemaduras de cigarrillos. Su cuarto parece aislado de los demás ambientes, abandonado.
—¿Quieren ver la terraza?
—No, gracias —le responde Lalo tapándose la nariz—.Ya está, nos tenemos que ir.
Le hace un gesto a mi hermano y tira el cigarrillo en el piso. Bajamos por la escalera y cada tanto alguna de las tablas hace ruido. En el piso de los ancianos la puerta está cerrada, seguimos bajando y me detengo, en el último escalón, frente a la pintura de un león. Me cuenta que lo pintó su hermana antes de morir y me pide mi número de celular, le doy mi tarjeta.
—Me gusta tu nombre —dice moviendo los brazos y caminando con los pies hacia adentro.
Cuando volvemos a mi casa, me despido de mi hermano y le envío los videos a Ernesto. Me responde que esta noche viene y se queda a dormir.
Mientras tanto, me pongo a arreglar el jardín, corto las hojas secas del bananero, y le tiro sal a la pileta. Tal vez sea una mala idea ayudarlo con la compra, esa casa me parece que tiene una energía oscura. Me quedo pensando
en el hombre, cómo vive, y en sus padres que parecían salidos de una película de clase alta inglesa. ¿Por qué tienen al hijo así?
Por fin, después de tanto trabajo en el jardín me sirvo una copa de vino y aprovecho a sentarme a disfrutar del silencio de la casa. Mi celular suena, un mensaje de un número que no conozco. Jimenita, soy yo, Juancito, recién vi-
niste a ver mi casa. Perdón que te llamé, pero me quedé pensando en vos, te siento mi amiga y no sé por qué. Me sorprende que diga mi nombre en diminutivo, me recuerda a mamá. Nos quedamos chateando por unos minutos y me dice que como soy su amiga me quiere confesar algo en persona. Le prometo que en estos próximos días nos vamos a ver y me sirvo otra copa de vino, me quedo escuchando un programa de radio AM hasta dormirme. Me despierto con el ruido de la puerta de entrada, es Ernesto que vuelve del ensayo, tiene una botella de vino
en la mano y un libreto.
—Es una locura esa casa
—¿Viste?
—¿Cómo la tienen así destruida?
—¿Viste el video donde aparece él?
—¿Cuál?
—Te los mandé todos.
—Estaba ensayando, los vi por arriba.
—Mirá —le digo y saco el celular.
—Yo también hubiera tenido miedo.
—Recién me llamó.
—¿Quién?
—Él, el hijo de los dueños de la casa.
—¿Para qué?
—Es tierno, me dijo que quiere ser mi amigo.
—Se enamora de vos y después te mata.
—¿Qué decís?
—Un día voy a venir y te voy a encontrar muerta.
—No seas tonto —le digo y voy a la cocina a buscarle una copa.
En el fondo yo también tengo miedo, pero hay algo que me hace sentirlo cerca. Agarro la copa de cristal pre ferida de Ernesto, la limpio con alcohol y papel como a él le gusta, me acerco a la lámpara y en la luz me fijo que no tenga ninguna mancha. En el bolsillo del pantalón suena mi celular, un mensaje de audio de Juancito. Salgo al jardín con la copa y le hago señas a Ernesto.
—Me mandó un mensaje, ¿lo escuchamos juntos?
—Cortalo ya, después te vas a arrepentir.
—Pobrecito.
—¿Tomaste la medicación vos?
—Hoy no.
—Me hacés pedirle pastillas a un amigo y después no las tomás.
—No las necesito, si las tomo es por vos.
—Es imposible con vos sin las pastillas, ¿a ver qué dice el mensaje?
Pongo el audio en voz alta, comienza con un silencio, después balbucea una palabra que no se entiende, su voz
es temblorosa, con una lentitud que parece con miedo. Habla con frases cortas, como si cada palabra le doliera antes de salir. Su respiración se escucha de fondo, irregular, como si se tragara las lágrimas. Cada tanto hay un silencio largo, incómodo, duda en seguir.
En uno de esos silencios se escucha apenas una pa labra que se escapa, y que intenta tapar rápido con una risa nerviosa. Esa risa es, quizás, lo más triste del audio, suena con miedo, a cuando la verdad te deja solo.
Ernesto y yo nos miramos sorprendidos.
—Quiero invitarlo a casa.
—¿Te volviste loca?
—¿Por qué?
—Ok, si lo vas a traer que sea con alguien, no abrís si estás sola.
—Tengo muchos amigos así.
—Sí, tu casa parece un zoológico.
—¿Qué decís?
—¿Te hace sentir bien estar con ellos?
—Son reales.
Se levanta y me sonríe,
—No te enojes con lo que te voy a decir, pero tus amigos son unos personajes.
Se mira en el reflejo de la ventana y se acomoda los rulos con los dedos. Se queda por un rato observando su imagen reflejada en el vidrio.
—Vos también sos un poco rara, la primera vez que viniste a casa hablabas sola en el baño.
Le escribo a Juancito y le digo que yo también pasé por algo parecido cuando era chica y que nunca lo hablé con nadie. Él está en línea, lee mi mensaje, pero no dice nada. Le envío otro mensaje y le pregunto si quiere venir a mi casa mañana a la tarde.
—¿Con quién hablás?
—Con nadie, estaba viendo fotos viejas.
—Dame el celular.
—¿Otra vez?
—Dámelo si no tenés nada que esconder.
Con mucha rapidez cierro el mensaje de Juancito y se lo doy. Por un rato, mira el teléfono. Esto es algo que alguna vez soporté y no me hizo nada bien, ahora con casi cincuenta años y con un novio que me lleva diez, no lo soporto, pero prefiero quedarme callada porque contradecirlo es tener dos horas de discusión hasta terminar dándole la razón para no seguir escuchando sus gritos. Se larga a llover fuerte, y un viento arrasa con las servilletas que están sobre la mesa, él entra con la mirada fija en el celular. Como puedo levanto todo de la mesa y lo meto adentro.
Pienso en Juancito, en que él también fue herido, y su voz dijo lo que no me animé a decir nunca. Durante mu cho tiempo creí que lo había exagerado. Que lo malinterpreté. Que quizá me lo había inventado. Porque nadie me lo confirmó, nadie me dijo: sí, lo que sentiste estaba mal, lo que te hicieron estuvo mal. Entonces, aprendí a callarme y a sobrevivir con eso.
Ernesto tira el celular en el sillón, agarra el libreto y se va dando un portazo. Me acerco a la ventana. Lo veo buscar las llaves de su auto debajo de la lluvia. Mete las manos en los bolsillos, vuelve unos pasos, y después sube. No espero a que arranque. Voy directo a mi celular.
Les escribo a mis amigos. También a Juancito. Los invito a todos ahora. Agustín me responde que le da fiaca salir con la lluvia, la gorda me dice que está con mucho trabajo, Juancito me responde: termino de comer con mami y papi y voy, Jimenita.
Pongo Maria Callas a todo volumen. Abro la puerta que da al jardín. La lluvia golpea en la pileta. Parece espesa. Me siento en la reposera, me saco los zapatos y el vestido, mi pelo está mojado, apenas puedo ver por la lluvia sobre mis ojos, me quedo un rato así, tengo frío y mi cuerpo está temblando.
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