
Esta mañana es la primera en 60 años que no amanece con un ramo de flores, que llegaban con una tarjeta: “Por 1 año de amor”, “Por 2 años de amor”, por 25, por 36, por 47, por 50. Es la primera vez que no aparece mi papá con ese ramo de flores para mi mamá. Y no es porque ella no esté, es porque ahora tampoco está él.
11 de octubre ha sido la fecha de ese amor y, porque ellos así lo entendieron, una fecha patria en la familia, no un aniversario romántico y privado sino el punto de partida de esa familia que fuimos y la celebración de ese romance que empezó cuando un muchacho de Avellaneda le dijo a una chica de Palermo: “Yo no sé hablar, vos ya sabés lo que te quiero decir”. Y sabía, los dos sabían.
El 11 de octubre pasó a ser, entonces, el Día de la Pareja, el Día del Matrimonio, el día de celebrar el amor cotidiano, la belleza de estar juntos; el día de festejar, quizás, esas cosas que una hija no tiene por qué saber, el día de quedarse cuando hay tormenta entre dos, simplemente porque ninguno quiere salir de ese barco. El día que a nosotras, las hijas, un poco nos hizo lo que somos.

Los últimos años, 20 años, ellos vivieron muy lejos, del otro lado del Atlántico y del Mediterráneo. Mamá murió en 2018 y durante muchos meses él lloraba y lloraba y lloraba y lloraba y no sabía para qué estaba vivo. El primer 11 de octubre sin ella lo llamé temprano, lo llamé preocupada porque ese Día que ellos habían instaurado se le cayera como un hacha en la cabeza. Le dije un “¿cómo estás?” intencionado, no “qué tal cómo va”, sino “¿Cómo estás?” y él respondió. “Ya fui”. El muchacho de Avellaneda que no sabía hablar había comprado sus flores y las había llevado al único lugar donde podía fingir, o evocar, algún encuentro. A esa tumba que él había diseñado y a la que le había puesto una sola inscripción: “La felicidad”. Así dice: el nombre de mamá y “La felicidad”. Muchas veces lo pienso todo junto.
Los 11 de octubre que siguieron fui llamando más tarde. Él había cargado su vida de charlas, cursos, amigos, y creí que LA FECHA podía quedar disimulad entre tanta cosa, alivianarse, desaparecer. No pasó: un año llamé y me dijo “Ya fui” y algo más: “Le conté de tu viaje”. Otro: “Le conté que M (la nieta) se fue a vivir sola, con el novio…” Y así. Hace un año, cuando nada hacía pensar que era la última vez, se sinceró y volvió a ser el muchacho de Avellaneda: “Ya fui. Pero yo no sé hablarle a una piedra”. Como antes, confiaba en que ella igual iba a entender.

Papá murió en marzo, de repente, casi sin aviso o, por lo menos, sin un aviso que se pudiera advertir –ni que hablar, atender- a 12.000 kilómetros de distancia.
Ojalá creyera que se encontrarán en alguna parte. Que, como me dijo una amiga, “ahora está con el amor de su vida”. Ojalá me entrara en la cabeza cómo es que hay un futuro, y no la nada, después de la muerte. Sería hermoso todos los días y más hermoso este primer 11 de octubre.
No hay manera: lo que yo sé es que hay dos lápidas, demasiado lejos para ir a llorarles nada ni decirles nada. Pero, entonces, ajusto el nudo que ata a esa familia que ellos hicieron con los grandes gestos una vez cada tanto y las cositas de cualquier día, aprieto el nudo del 11 de octubre y llevo desde aquí estas flores virtuales para el aniversario de mis viejos. Porque ese día dijeron “para siempre”. Y eso todavía no terminó.
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