
La vida es dolorosa. Crecer es atravesar pérdidas y convertirnos en otros a partir de sus efectos. Los animales también sufren, pero lo propio del ser humano es transformarse a partir del sufrimiento. A veces encontrándole un sentido. Otras veces no se puede.
Muchas veces nos preguntamos cuándo es que por fin hemos concluido un duelo. De lo que podemos estar seguros es de que, si decimos que ya lo hemos terminado, es porque aún no empezó. El duelo impone una paradoja: siempre vuelve a comenzar.
Con esta idea estamos lejos de la intención actual de ponerle tiempo y fases. Cada uno lo transita a su manera. Con respecto a las etapas, las distinciones más teóricas se superponen cuando hablamos de casos concretos.
El duelo no es un tema sobre el que hacer elucubraciones. El duelo es, junto con el amor, una de las vivencias más importantes de la existencia. Al punto de que podemos decir que, si hacemos duelos, es porque hemos amado.
Y es gracias al duelo y el amor que, además de vivir, también existimos. Porque vivir, vive cualquiera, pero una vida se tiene con trabajo psíquico. Con apuestas, fracasos y heridas que dejan cicatrices que sellan nuestros recuerdos.
En este tiempo leí muchos libros sobre el duelo. Mientras avanzaba en las páginas me pregunté por qué de un tiempo a esta parte este se convirtió en un tópico tan relevante. Pienso que se debe a que más que el duelo en sí, lo que se volvió difícil es olvidar.
Paradójicamente, creo que se volvió difícil olvidar porque nos cuesta –lo tememos– que nos olviden. El mayor miedo no es que la persona que tenemos que duelar ya no esté, sino que con su muerte ya no nos va a recordar.

En las separaciones amorosas, es común que alguien vaya a ver qué hace la otra persona en las redes sociales. Este es un tanteo desesperado por constatar si el otro puede seguir viviendo sin uno; su goce (que se muestre en un viaje o alegre) es vivido con humillación.
Esta humillación narcisista tiene como contracara lo que el psicoanalista Donald Winnicott decía de su famoso “objeto transicional” (por ejemplo, la sabanita u osito que un bebé usa para dormir): se lo abandona y progresivamente queda relegado en una especie de limbo.
En la práctica del psicoanálisis, el olvido es algo que se constata regularmente, cuando después de un tiempo de tratamiento, muchas personas ya no saben por qué consultaron y, al final del tratamiento, hasta pueden olvidar al analista.
Que no podamos olvidar, que algo o alguien sea inolvidable, es la confirmación de que no fue tan importante como queremos creer. Incluso quizá tenga mucho más que ver con lo pendiente que con el amor.
En esta oportunidad voy a comentar un libro reciente que presenta la cuestión del duelo desde un punto de vista que me pareció original y valioso para que sea compartido con otros, por el alcance de su propuesta: La luz de las estrellas muertas, de Massimo Recalcati.
De Recalcati podría decir que es uno de los psicoanalistas italianos más importantes y que desde hace años lleva adelante un proyecto de divulgación que no solo se resume en explicar de modo ameno conceptos difíciles, sino que también lo hace a partir de añadirles una impronta singular en función del mundo actual.

Así, por ejemplo, en su libro El complejo de Telémaco ofrece una revisión del Edipo en función del ocaso de la función paterna en nuestra época; de la misma manera que en La hora de clase reflexiona sobre las variables del acto educativo en un mundo atravesado por la crisis de la autoridad. En libros como Los retratos del deseo, Retén el beso y Ya no es como antes tematiza la vida erótica en un contexto en que los códigos afectivos se modificaron y ya no contamos con una institución matrimonial firme.
Recalcati también es conocido por su reflexión sobre temas religiosos, algo que no está en conflicto con su práctica como psicoanalista, en libros como El grito de Job, El gesto de Caín y La noche de Gestsemaní. Estamos ante un pensador comprometido con el valor de los vínculos y la palabra, en las antípodas de ese perfil del analista ateo y suspicaz que se puso de moda en la sociedad, como una figura de rebeldía, pero que es la encarnación más eficaz del cinismo individualista.
En la primera parte de La luz de las estrellas muertas, Recalcati recuerda que “el hombre es ante todo un animal orante, un animal que a través de su plegaria invoca una respuesta del Otro”. De ahí que la traducción más inmediata de la experiencia infantil por la que un niño juega a esconderse, jugando con su pérdida, es el llamado “¿Me escuchás?”.
Esta coordenada recuerda la anécdota narrada por Sigmund Freud, en 1905, según la cual un niño con miedo a la oscuridad le pide a su tía que le hable. La tía le pregunta de qué le sirve, si no puede verla y el niño responde que “hay más luz cuando alguien habla”. La palabra ilumina, es un vehículo de la luz.
Que nos hablen, que nos escuchen, ahí se desenvuelve lo propio del vínculo humano. Lo que más tememos perder. Cuando falta el Otro de la palabra, sobreviene el desamparo. “Entonces, en tales circunstancias, el grito que acompaña nuestra vida desde sus orígenes vuelve inevitablemente a dejarse oír. Tal vez sea esa la razón por la que los hombres siempre han rezado. […] la oración permite que exista al menos Uno en el universo (Dios) que no puede perderme.”

Al mismo tiempo, ser amado es equivalente a ser esperado. Winnicott decía que, así como en la infancia es un placer jugar a esconderse, no ser encontrado es una catástrofe. Lo mismo ocurre cuando ya no está el Otro para esperarnos. Cuando se fue para siempre y quizá ya no vuelva. Esto plantea la dolorosa coyuntura de dejar de ocupar un lugar en su vida, que era también la nuestra.
En este punto, Recalcati plantea una distinción capital: “la desaparición del Otro que determina la experiencia luctuosa no coincide en absoluto con la separación del Otro. […] Esta separación debe ser simbolizada por el sujeto para que pueda ser digerida psíquicamente y la vida pueda volver a ser vivida en su plenitud”.
En un primer momento, la ausencia del Otro es terrible, se vive como una ansiedad que des-espera y no deja otra huella que la del dolor; pero si luego de esta desaparición es posible comenzar el trabajo del duelo, se simbolizará esa ausencia que, entonces, comenzará a estar dentro de uno. El duelo es una operación psíquica que facilita el reencuentro de lo perdido, en una nueva vida.
No obstante, este proceso puede tener diversas dificultades o interrupciones. Una de ellas es la caída melancólica: “la angustia melancólica, a diferencia de la angustia común, no es una angustia provocada por la separación, sino que surge de una imposibilidad para la separación”, con un añadido decisivo, ya que el melancólico se percibe como culpable de la pérdida que lo atormenta.
De este modo, la pérdida ya no recae sobre el Otro, sino que esta se convierte en su contrario y es el sujeto quien se siente perdido. ¿Quién no ha escuchado esos autorreproches que acosan a quienes no pueden dejar de pensar “Si hubiera hecho tal otra cosa…” o “Si ese día no hubiese…”? La identificación con lo perdido es la alternativa melancólica al trabajo del duelo.
Luego tenemos otro rechazo del duelo en la fuga maníaca hacia la sustitución de lo que se perdió, como si fuera una cuestión de encontrar un reemplazo. En estos casos, dura apenas un tiempo y, con el tiempo, la ilusión se empieza a derrumbar. Quizá para relanzarse de cara a una nueva sustitución.
En el trabajo del duelo, en cambio, aceptamos que perdimos algo (un objeto, un vínculo o directamente una persona) que sabemos que no podremos recuperar. Esa una experiencia de lo insustituible, en la que también se pierde una parte de nuestra vida; pero que no se la pueda recuperar no quiere decir que no haya ningún reencuentro posible.
Este reencuentro es a través del recuerdo, que requiere tiempo y disposición para sentir el dolor. “La memoria, el dolor y el tiempo son los tres primeros elementos constitutivos de cualquier elaboración del duelo. […] El último elemento que debemos añadir, sin embargo, es el olvido”.
Ahora bien, el olvido no quiere decir un “olvido simple”. Recuerdo el caso de un amigo que, en cierta ocasión, me contó que había tenido un buen día porque, en este entonces, no había estado detenido en los pensamientos rumiantes sobre su ex. Inmediatamente advirtió que, cuando dijo que no había pensado en ella, pensaba en ella. En chiste agregó que el primer pensamiento que tuvo fue el de querer llamarla para contárselo.
Como dije al principio, el duelo nos confronta todo el tiempo con paradojas. En este caso, mi amigo encontró un modo de pensar en ella que no era el de revivir la pérdida, pero es porque la había perdido. Por lo tanto, perdiéndola y olvidándose (¿de ella o de sí mismo?) fue que la recordó. Recalcati lo dice una manera mucho más bella:
“Y si ¿el trabajo del duelo no pudiera verse nunca definitivamente cumplido? ¿Y si, en otras palabras, toda elaboración del duelo acarrea consigo algo inacabado, un remanente, un residuo, algo que no puede olvidarse en absoluto? […] Mi tesis es que ese cumplimiento nunca resulta del todo posible porque el objeto perdido, a pesar del trabajo del duelo, ha dejado una huella imborrable. […] esa misma huella es generadora de un nuevo deseo.”
Así es que concluye la primera parte del libro, dedicada a la cuestión del duelo, para dar lugar a la segunda, en la que el planteo inicial se extiende hacia una reflexión generalizada sobre la cuestión de la nostalgia. Ya que si el duelo es por definición incompleto y siempre queda un resto que no se puede perder, hay una potencialidad melancólica que nunca dejará de estar al acecho.
Dicho de otra manera, no es tan fácil sobreponerse a la melancolía. Si esta puede ser un punto de detención en el inicio del duelo, también puede ser una chance en su final a partir de la nostalgia. La etimología de esta palabra proviene del griego nóstos (regreso) y álgos (dolor, sufrimiento): es la imposibilidad del regreso lo que determina el dolor para el que el regreso pretende ser el remedio.

Que un duelo resuelto sea imposible, deja un resto inolvidable con el que es preciso que algo se haga. Así es que Recalcati afirma que “es de este resto que no puede integrarse plenamente en nuestro Yo, ni disolverse simplemente en el olvido, de donde surge el sentimiento de nostalgia”.
Y más adelante sigue: “la nostalgia acarrea siempre consigo una cifra melancólica, una mirada dirigida hacia el pasado”. Sin embargo, así como hay una nostalgia-añoranza, también puede haber una nostalgia orientada hacia el futuro a partir de la experiencia de la gratitud. Por ejemplo, alguien puede regodearse en pensamientos de juventud, reviviendo con amigos los encuentros de antaño, pero así añora una juventud que no volverá; mientras que la gratitud con lo vivido puede permitirle sentirse jovial en el presente a pesar de los años.
En última instancia, el duelo plantea una pregunta existencial respecto del modo en que vivimos. La idealización de todo tiempo pasado es una defensa melancólica que retrotrae, no por haber vivido bien antes, sino por habernos quedado detenidos en lo que nunca terminó de ocurrir. La vida bien vivida orienta hacia el futuro, agradeciendo lo bueno y lo malo que nos tocó vivir –si es que lo hemos vivido.
La añoranza nos deja viviendo en vidas en que ya no estamos, como cuando nos vemos con los compañeros del secundario y volvemos a repetir una y otra vez las mismas anécdotas, recreando un tiempo inasible, que no termina de pasar, en el que hemos quedado fijados. Un duelo concluyente no es aquel en que el pasado queda elidido, sino aquel que demuestra que la vida se elige a sí misma, para seguir viviendo.
La felicidad es un instante. Su huella puede es perdurable, como incentivo para nuevas experiencias. La felicidad no es otra cosa que poder agradecer tener una vida y haber podido vivirla en su transitoriedad.
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