
Últimamente me he sentido atraído por franquicias de ciencia ficción que no imaginan tecnología avanzada ni inteligencia artificial perfectamente integrada, sino algo todavía más improbable y futurista: un mundo libre de las distracciones y degradaciones de internet. Puede parecer extraño buscar consuelo en Dune y Battlestar Galactica, ficciones sobre sociedades devastadas por la guerra y el genocidio, pero los personajes de ambas historias gozan de un alivio importante: tras encuentros catastróficos con computadoras inteligentes, han renunciado por completo a la conectividad. A pesar de las luchas políticas o líderes autoritarios, se ahorran los videos de Andrew Tate y las publicaciones de QAnon.
En su peor versión, la web es un miasma pútrido de trolls neonazis, desinformación y contenido generado por IA de baja calidad; en el mejor de los casos, hace trizas nuestra capacidad de atención. La cuestión no es si la vida en línea es miserable —lo es—, sino si siempre fue así de corrupta y si su corrupción es inevitable.
Tim Berners-Lee, el inventor de la World Wide Web, no lo cree así. En su nuevo libro a medio camino entre las memorias y la historia, This Is For Everyone: The Unfinished Story of the World Wide Web (Esto es para todos: la historia inconclusa de la World Wide Web), sostiene que su creación se ha convertido en un pozo de crueldad y paranoia conspirativa por motivos que podemos corregir.

“Por desgracia, en los últimos años, junto a toda la creatividad, empoderamiento y colaboración que amo de la web, una parte pequeña pero significativa —las formas adictivas de las redes sociales— se ha multiplicado hasta convertirse en algo engañoso, tóxico y adictivo”, escribe. Peor aún, esta parte pequeña pero significativa es activamente explotadora. “Grandes plataformas... recopilan tus datos privados y los comparten con corredores comerciales o incluso con gobiernos represivos”, escribe Berners-Lee. “Los gobiernos autoritarios... difunden desinformación y vigilan a sus propios ciudadanos, y eso es lo más alejado de mi visión posible”.
Pero insiste en que no tiene por qué ser así. La web fue en otro tiempo un lugar tolerante, acogedor y algo anárquico, y Berners-Lee asegura que aún se puede recuperar. Es un narrador tan afable y entrañable que uno se siente tentado a creerle.
Berners-Lee nació en 1955 en Londres. Sus padres eran matemáticos e ingenieros electrónicos que trabajaban en una empresa de computación, y creció en un hogar alegre y deliciosamente nerd. “Aprendimos a disfrutar de las matemáticas dondequiera que aparecieran”, recuerda. En una ocasión, mientras su padre preparaba una charla sobre la teoría del flujo de la información, el joven Timothy y sus hermanos representaron el papel de “tareas por procesar” pasándose pelotas entre sí. En Oxford, la informática no era aún una disciplina consolidada, así que Berners-Lee estudió física y construía computadoras en su tiempo libre.

Tras graduarse, soportó una etapa en una empresa de telecomunicaciones y luego aceptó una oferta en la Organización Europea para la Investigación Nuclear, CERN. Allí concibió por primera vez lo que hoy conocemos como World Wide Web. Muchos de sus elementos fundamentales ya existían: las redes de área local (LAN) permitían que grupos de computadoras cercanas se comunicaran entre sí, y los cables transatlánticos de fibra óptica instalados en 1988 posibilitaban el contacto entre LAN geográficamente distantes. Pero una vez resuelto el soporte físico de una red global de comunicación, quedaba otro problema por resolver: ¿cómo debía organizarse la información en esa red?
La idea de Berners-Lee, simple pero fundamental, fue que “al hacer clic en un enlace, este te llevaría a la siguiente parte del documento, o a una computadora en la habitación de al lado, o a un servidor al otro lado del mundo”, es decir, que el enlace sencillo podía ser un “portal universal”. En 1989, Berners-Lee propuso a sus jefes en el CERN desarrollar este concepto, que entonces llamaba Mesh. En 1990, en busca de un acrónimo atractivo, consideró nombres como Mine of Information (MOI) y The Information Mine (TIM), antes de decidirse por World Wide Web.
Resulta sorprendente descubrir cuánto de lo que damos por sentado sobre el funcionamiento de la web pudo haber sido diferente. This Is For Everyone puede llegar a detallarse mucho en cuestiones técnicas, pero cuando logré seguirle el ritmo, me intrigó enterarme de que sus mayores rivales desarrollaban un protocolo que habría organizado los sitios web a través de menús desplegables, y que los protocolos de internet anteriores a la web intentaban dirigir a los usuarios hacia “tipos específicos de información” en lugar de permitirles navegar libremente.

Estas posibilidades pronto cayeron en desuso, y el resto es historia. Para diciembre de 1990, el primer sitio web del mundo estaba en línea. De manera insólita, fue difícil conseguir visitantes al principio (quién hubiera imaginado que algún día los padres tendrían que arrebatarles los smartphones a sus hijos), pero pronto la innovación despegó. Siguieron intentos de lucro —que persisten hasta hoy—.
Uno de los mecanismos de explotación más desastrosos es la cookie de terceros, una tecnología que se desarrolló en una de las primeras empresas de Marc Andreessen y que permite a las plataformas rastrear el comportamiento de los usuarios. Ahora, los peores infractores son las redes sociales, para las cuales “el usuario es el producto”, según Berners-Lee, y el cliente real es el anunciante que paga por esos datos.
Desde el principio, Berners-Lee se opuso a estos desarrollos. Ya en 1989, entendía que la belleza de la web consistía en su accesibilidad y carácter democrático. “Lo que uno quería... era fomentar nuevas y sorprendentes relaciones entre piezas de información”, explica. “Y para eso, hacía falta dejar que los usuarios hicieran esas conexiones a su manera”.
La inteligencia colectiva produce ideas que ninguna persona podría concebir en soledad, pero solo funciona si el grupo es lo suficientemente grande y sus integrantes tienen igual poder. Por eso el éxito de internet se debió a que era gratuita y de código abierto, y en 1993, el CERN publicó el software y el código fuente de Berners-Lee junto a una declaración donde renunciaba “a todo derecho de propiedad intelectual”.

La decisión de Berners-Lee de hacer pública la web es coherente con su trayectoria; durante su carrera ha sido una persona íntegra. En vez de trabajar en la industria y hacerse rico, eligió un salario más modesto en el departamento de ciencias de la computación del MIT y fundó el World Wide Web Consortium, un organismo que busca asegurar la interoperabilidad de los programas y que internet siga siendo libre.
A diferencia de tantos colegas suyos en Silicon Valley, Berners-Lee admite ser un ser humano con intereses humanos: disfruta del senderismo, es fan de 2001: Odisea del espacio y aficionado a los chistes de padre. Incluso acredita a su escritor fantasma, Stephen Witt, en la portada, en vez de ocultarlo en los agradecimientos, como suelen hacer los famosos.
No sorprende que “This Is for Everyone” resulte mucho menos irritante que la mayoría de los libros de tecnólogos entusiastas. En vez de caer en manías habituales —fetichismo acrítico de la IA, promesas de que los avances tecnológicos serán soluciones mágicas, y la negativa a discutir preguntas políticas o filosóficas—, Berners-Lee deja claro que las condiciones sociales determinan cómo se utilizan las tecnologías. Sabe mejor que nadie que “el paradigma de comunicación de acceso libre y abierto que tenemos no surgió por arte de magia. Fue producto de bastante disputa política”, gran parte de la cual le correspondió a él.
Su visión para devolver la web a sus raíces democráticas es atractiva y humana, ¿pero es realista?

A pesar de su deterioro posterior, Berners-Lee recuerda con cariño los primeros días de internet: los GIFs de baja resolución, las páginas torpes con tipografías como comic sans, los blogs emocionalmente crudos. “¿Qué tenía de bueno aquella época?” se pregunta.
“Que cualquiera no solo podía crear un sitio web, sino que lo hacía, y que la mayor parte del tráfico web iba a sitios individuales de todo tipo: predominaban los sitios pequeños y medianos”. Fue una era de tipos únicos y excéntricos genuinos, cuando la web la habitaban humanos en vez de “grandes sistemas impersonales que espiaban y manipulaban al usuario”. Por esos días, internet se parecía más al sitio que Berners-Lee considera la máxima realización de su idea original: Wikipedia.
Conserva la esperanza de que la web pueda recuperar su rareza original mediante ajustes de diseño que protejan la privacidad, impidan que las empresas recojan datos y fomenten la descentralización. Estos cambios serían bienvenidos, pero preocupa que muchos rasgos del internet excéntrico inicial sean irrecuperables. Las propuestas de Berners-Lee, aunque prometedoras, parecen insuficientes. ¿Basta con modificar los algoritmos de las redes sociales para optimizar la “participación constructiva” en vez del doomscrolling, como propone Berners-Lee, para arreglar todos los males de estos sitios? ¿Son suficientes las pocas aplicaciones prodemocráticas que recomienda para socavar los sólidos bastiones de la desinformación? El nuevo proyecto de descentralización de Berners-Lee, Solid, es noble, y deseo que tenga éxito, pero quienes lucran y los actores políticos malintencionados se han adueñado bastante de la web a estas alturas.

Y sin importar lo bien diseñado que esté, el problema persistente es la gente que la usa. Como reconoce Berners-Lee, “El mundo que vio nacer la web era un lugar más optimista que hoy”. La Unión Soviética acababa de colapsar y la democracia liberal parecía en ascenso. Ahora, la Guardia Nacional patrulla grandes ciudades en Estados Unidos para protegerlas de crisis delictivas fabricadas, y los hombres giran hacia la derecha como nunca antes.
El diseño de la web ha dado forma visible a la política, pero la política también moldea la web. La descentralización va en la dirección adecuada, aunque no cambiará lo que los usuarios publiquen en sus nuevos espacios, que podrían ser igual de aborrecibles. Andrew Tate existe en parte porque los algoritmos impulsan su contenido y en parte porque ya existe un mercado para su misoginia.
Al leer los optimistas párrafos finales de This Is for Everyone, pensé en los demócratas que esperan revivir un partido debilitado cambiando solo el vocabulario, con tal de evitar repensar el verdadero mensaje. Berners-Lee se ve a sí mismo en “una batalla por el alma de la web”. Me alegra que libré esa batalla, pero temo que es más grande de lo que imagina. La web no cambiará hasta que lo hagamos nosotros, y para eso no existe ninguna aplicación.
Fuente: The Washinton Post
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