
Lorena Salazar Masso, que pronto llegará a Buenos Aires para participar del Filba, acaba de reeditar su segunda novela, Maldeniña, con el sello argentino Concreto. Tiene pautadas varias actividades. El martes 23 a las 18.30 estará en Libros del Pasaje conversando con Luciana de Luca. El viernes 26 a las 17 participará de un panel en el Malba sobre “poéticas de la ausencia” junto a César González y Stenio Gardel con moderación de Ana Wajszczuk.
El sábado 27 a las 14 estará en la terraza de Mandolina en una charla junto a Cecilia Testa y Elu Centelles. Y el domingo 28 a las 18, en otra terraza, la de Arthaus, en “Lectura de Bitácoras”, con Ángeles Alemandi, Jon Bilbao, Romina Paula, Sebastián Hacher y Stenio Gardel.
La joven autora nació en Medellín, Antioquia, Colombia, en 1991, vivió en El Carmen de Viboral hasta los 8 años y luego se mudó junto a su familia a Quibdó, Chocó, en el pacífico colombiano. Estudió Publicidad en la Universidad Pontificia Bolivariana e hizo el Magíster en Narrativa de la Escuela de Escritores de Madrid.
Luego de publicar algunos cuentos en la revista La Rompedora y Casapaís, llegó su debut literario, Esta herida llena de peces, que fue publicado en 2021 en Colombia y España, en 2022 por Concreto. Además fue traducido y publicado en otra decena de países. Maldeniña, su segundo libro, se publicó en 2023 en Colombia y España. Ahora llega a la Argentina. A continuación, un fragmento de la novela.

1
Muy temprano suena el teléfono de la habitación. Papá le pide que vaya a la recepción. Allí le da instrucciones: «Quédese aquí». La deja a cargo del Hotel. La recepcionista —tarde, como siempre— la encuentra dormida sobre el escritorio. Bajo la cabeza de la niña: facturas sin pagar, babas, tinta azul.
Y Papá también la deja a cargo a las siete, a las nueve, a las once de la noche y se va quién sabe adónde, y cuando dan las dos de la mañana, las malqueridas aprovechan para pedirle a través de la reja que les abra: ¡Sí, ahí está la muchachita!, murmuran, y luego: ¡Isaaa! Zarandean todo a su paso. Atraviesan el zaguán con los tacones en la mano, la risa cansada, distendidos el cuerpo y las ganas. La ropa pasada a cigarrillo y a jazmín. «Trabajar cansa», dicen nomás entrar. Isa las deja quedarse un rato en la primera habitación, no les cobra. A veces se acuesta con ellas: juntas en la misma cama con los pies levantados contra la pared, hablan del sabor a cartón de la comida de la calle, de cuánto les gustaría tener una habitación con balcón, una cámara instantánea, un telescopio: mirar de todas las formas posibles. La que queda junto a Isa en la cama le dice: Niiiña, tienes las orejas sucias. Y no se va sin antes limpiárselas bien con un pedazo de papel higiénico, que se enrolla en el meñique. Isa pone la cabeza sobre las piernas de Aurora o de Lourdes o de Liz o de la que le toque de vecina en la cama ese día, y se deja hacer.
Por la tarde le pesan los ojos. Quiere acostarse en el sofá, pero Papá la manda a pagar la energía. Están a punto de cortar el servicio en el Hotel, que Isa preferiría llamar hostal, pensión o residencia. O mejor: dormidero. Pero el Papá insiste en llamarlo Hotel. Mientras él entretiene al trabajador de la empresa de energía con comida —viene de otro pueblo, de hacer otros cortes—, Isa regresa a la habitación, se cambia las sandalias por un par de zuecos y sale con la plata entre la factura.
Mucho frío. Ahí está el sol pero hace frío. Apura el paso, no corre. Y si se cae, ¿quién la va a curar? Papá no querría a una niña rota. Tendría que untarse saliva, otra vez, pero eso no funciona, y menos cuando la tierra se mete entre la herida. Antes corría como loca por las calles con la esperanza de que, al regresar, Papá dijera: «Tan rápida, tan ágil, casi parece un niño». Corría hasta que una tarde se cayó de camino a la farmacia y se le puso la rodilla como un tamal y Papá se quedó sin las pastillas para la garganta que había encargado y por un tiempo largo no le volvió a pedir favores. Él no siempre le pide que haga mandados. Lo hace cuando está de buen genio por un pago que le llegó o porque el Hotel está lleno. Isa se siente importante cuando él le pide algo, cuando le confía la compra de un bombillo, una escoba o un sobre para guardar un documento. Le gusta que la mande a cambiar billetes por monedas. Isa va de negocio en negocio: verdulerías, ferreterías, el minimercado; se cuela entre bultos de arroz y azúcar, le pregunta a la cajera si tiene monedas de doscientos y de quinientos, para cambiar. La cajera le recibe los billetes y le entrega dos o tres bolsas de monedas que no puede contar allí mismo: imposible hacer pilas de diez en diez para luego sumar, con tanto ruido se equivocaría. Aprende a confiar. Cuando no encuentra quién le cambie monedas, se queda un rato en el zaguán; ahí sí hace tiempo antes de contárselo a Papá.
Adentro, en la central de pago, el sol atraviesa el ventanal y cambia el color de los ojos que hacen fila: los cafés parecen ámbar; los verdes, algas marinas o monte; y los negros pues negros se quedan. Una vieja que iba de última —ahora penúltima— voltea, mira a Isa y bosteza lágrimas claritas de sol, murmura: Tan pequeña y ya hace fila. Isa se muerde la lengua. Piensa que la vieja no debería criticar, pues anda con las medias veladas rotas y un vestido que ya está para trapo de cocina. Y seguro allí también hay personas sin bañar, mujeres peludas e infieles, maridos que no saben la fecha de nacimiento de sus hijos: una fila de olores, miedos e intimidades. Al rato se le pasa la rabia, incluso se alegra cuando le toca el turno a la vieja porque detrás va ella, y pocas veces está tan pegada a otros como cuando hace fila. Le toca el turno, Isa estira el cuello frente al cajero, pone la plata y la factura en la ventanilla y mira hacia otro lado; no quiere que le calcule la edad. La mirada del cajero, en los billetes.
Vuelve al Hotel con el sello de pagado y algunas monedas. Papá no da las gracias, pero sí dice: «Cuarenta y cinco minutos». Y dice: «Quince minutos», cuando la manda por pan; «Siete minutos», cuando Isa tiene que ir a la tienda del lado por leche o café, y ella todavía no sabe si eso es mucho o poco para él porque pone una cara inexpresiva, como la del cajero de la central de pago, y no le dice que tan rápida, que tan ágil, que casi parece un niño.
El hombre de la empresa de energía termina de comer y se va satisfecho con las pinzas de corte entre el bolso.
El Hotel es una casa en la que se entra atravesando un zaguán que termina en la recepción y luego da paso a un patio interno rodeado de habitaciones y plantas y un sofá. Después del patio, una sala grande que funciona como restaurante; más allá, la cocina y un corredor que lleva a otras habitaciones. De última, la habitación de Papá. En la habitación, Isa tira los zuecos al rincón y se acuesta en la cama en la que duerme junto a Papá. Afuera: Ya me canso de llorar y no amanece / Ya no sé si maldecirte o por ti rezar… ¿Cuántas veces ha sonado esa canción hoy?, piensa de cara a la pared: una vieja a la que no le caben más arrugas y está pronta a descascararse. Una pared blanca, de bahareque, como todas las del pueblo. Y qué pocas cosas cuelgan de ella: un televisor pequeño, un espejo. No más. Es que ni siquiera un almanaque vencido. Bueno, la habitación tiene un ventanuco por el que entra el naranja rosa del atardecer. Visto así, Isa tiene un cuadro diferente a cada hora: a veces azul, a veces rosa-naranja, y a la noche, negrísimo negro.
Pero ella quiere poner clavos, cambiar las cosas de lugar, colgar el bolso del colegio, dejar un espacio para cuando se gane una medalla, aunque sabe que nunca gana nada. Quiere hacerse un espacio en las paredes, pero cree imposible que Papá le deje poner algo. Estira la mano desde la cama, saca un collar de la mesa tocador sobre la que siempre hay perfume de hombre, crema de afeitar de hombre, talco de hombre y, en los cajones, entre cables enredados y controles sin baterías, collares de Isa, anillos de plástico y lápices de colores. Se pone el collar y entra al baño.
A veces se encierra a lavar la ropa interior en el lavamanos, se encierra y se sienta en un cojín recostada contra la puerta, y duerme. Otras veces recorta personas de revistas y las pega en las paredes. Papá no le dice nada; para él, el baño es como un aeropuerto: vas de paso. Entra cuando ella se está bañando, orina sin chispear la taza, se aclara la garganta y sale después de lavarse las manos.
Isa se baña con la luz apagada: a oscuras y sin ropa no siente el hueco que le ha empezado a crecer en la barriga. Allí dentro, como no ve nada, podría ser una pájara o una nube o el agua misma que se evapora y hace que las personas y las montañas y los soles pegados a la pared se caigan o se borren entonces tiene que reemplazarlos por otros. Se tarda mucho en el baño.
El agua de la ducha corre con Isa al lado, se moja las manos y los pies, y a veces un poco el resto del cuerpo. Cuelga en la puerta de la ducha la ropa que había lavado antes. Sale envuelta en la toalla, tiritando. Pero mis ojos se mueren sin mirar tus ojos / y mi cariño con la aurora te vuelve a esperar… El sábado ponen la música más fuerte: Ya agarraste por tu cuenta las parrandas… Y la gente se queda en la cantina hasta más de las doce de la noche. La arrullan las historias de las canciones que dan vueltas toda la noche: Paloma negra, paloma negra, dónde, dónde andarás… Cuando una canción suena más de una vez, sabe quién la pidió: tanto tibiar silla en la cantina, tanto mirar la hizo conocedora de borrachos y viejos aciagos que manosean letras de canciones y a las muchachas hasta dejarlas borrosas. Se recuesta en la cama, del lado de Papá, con la cabeza todavía mojada. Juega con los dedos de los pies. Desespera. Isa siente aversión por las tardes, cuando todo quema. Prefiere las mañanas y el final del día, el atardecer, que es una mañana al revés: frescura quemada. Eso piensa sobre la cama, aún sin vestirse, hasta que oye los pasos de Papá, sus botas. Isa se amarra bien la toalla, agarra una revista vieja y se sienta en el sofá. Él entra, saca algo pequeño de un cajón del tocador y sale de nuevo. Ni la mira. Ignora a Isa, a esa hija suya.
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