
Acariciar su cuerpo palpitante se transformó en una utopía. Me había creído tan Mafalda e, infertilidad mediante, me descubrí Susanita. Quino logró retratar con sus personajes una partecita de nuestro ADN nacional y, también, de nuestra humanidad compleja, de las contradicciones contemporáneas (culturales, biológicas) que nos envuelven. Ser madre para la mujer moderna emergía (emerge) en muchas de nosotras en la idea de un obstáculo a la trascendencia (así lo había definido Simone de Beauvoir, aunque después relativizó la sentencia). Cuando te enfrentás a la imposibilidad, tomás el mazo y das de nuevo.

El deseo más grande del mundo
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Aquel día de otoño de 2010 en que el médico calvo -calvo, como la cabeza del espermatozoide nadando hacia el óvulo- me lanzó sin anestesia mi diagnóstico de menopausia precoz (o falla ovárica primaria), todo se puso gris. La palabra médica como destino irreparable decoloró mi mundo y algo que habría de venir de la mano del amor y del placer se transformó en un tema médico y se volvió una incerteza.

De eso ya hace 14 años y la ciencia de la reproducción ha ido evolucionando, complejizándose y ofreciendo soluciones que son enormes consuelos y otras, que resultan en opciones infames. Se puede saber con una gota de sangre por qué un embrión dejó de crecer y un embarazo se detuvo (lo que le evita a la mujer el calvario de tener que hacerse de él en su casa, una vez que lo ha expulsado) y también elegirlo por sus ojos o su color de pelo. Existe una Ley de fertilidad que establece la cobertura de tratamientos.
La maternidad se va dejando de dar por sentada como opción ineludible y la decisión cada vez más se pone sobre la mesa como una escultura en proceso que el artista escruta desde todos los ángulos hasta darle su propia forma, su forma singular (sí, no, sola, con un amigo en un modelo de coparentalidad, con una pareja del mismo género y un donante anónimo o conocido, más adelante porque ahora no puedo aunque sepa que eso, el congelamiento de óvulos, no es un cheque en blanco). Pero lo que no ha cambiado es la potencia del deseo para las que sí deciden tomar ese camino y abrazan aquella esperanza.
Con esa piña en la mandíbula me desperté en el universo de las que quieren y no pueden ser o volver a ser (como en mi caso que ya tenía un hijo). Y empecé a transitar el camino de la infertilidad.

La agenda se llena de turnos médicos, de esperas eternas afuera de los consultorios, de estudios invasivos y dolorosos sobre los que pocos profesionales te previenen, de miradas culpabilizantes (“¿Por qué esperaste tanto?”, como si las condiciones socioculturales y económicas en las que vivimos nos lo hicieran tan fácil a las mujeres), de frases desdeñosas (“tus óvulos están viejos”), de sentencias inauditas (“tenés 2 por ciento de posibilidades”; “es imposible”). De oraciones displicentes (“relájate, soltá, andate de viaje y va a venir”, “cosas graves son otras”), de silencios que son grietas en potencia en la pareja.
De dolor y soledad con cada tratamiento que no funciona o cada menstruación que llega mientras el tiempo, tan atado a la fertilidad, va esfumándose grano a grano del reloj de arena y ese óvulo o embrión que es el número de la suerte no toca ningún mes en nuestro billete de lotería.
Es también un des-tiempo en el que nos sumergimos entre que decidimos tener un hijo y ese hijo llega, un estar entre paréntesis con gran parte de nuestra vida suspendida en función de la promesa.

Contra todo eso hay antídotos que pueden atenuar la tristeza, lo supe después, lo fui descubriendo con el tiempo. Uno de ellos es la escritura, que puede permitir -con cierta guía- la autoobservación, el descubrimiento y la distancia con nuestras emociones y nuestros mecanismos, poner en valor lo que hemos vivido y lo que sí tenemos. Reacomodar el relato que cimenta el mundo que nos contamos.
Lo descubrí experimentando. Con todo aquel recorrido que me tocó vivir y terminó con el nacimiento de Joaquín, mi segundo hijo, contra todos los pronósticos médicos, escribí El deseo más grande del mundo. Testimonios de mujeres que quieren ser madres. En este libro cuento mi historia y las historias de otras once mujeres muy diversas a quienes también les costó la maternidad y tomaron distintos caminos. Alguna, incluso, decidió poner punto final a la búsqueda y desplegar su amor maternal de otra manera.
El libro ayudó a visibilizar un tema tabú y me hizo entrar en contacto en todos estos años (a través de mensajes de lectoras, de una Charla TedX y otras que di en todo el país y de un Taller de escritura virtual que dicto para mujeres que están o estuvieron en el mismo camino, un hermoso espacio de encuentro) con miles de otras historias; mujeres que sufren en silencio y navegan en la neblina, que se levantan y siguen.

Hay otras herramientas que creo que ayudan: encontrarte con pares y compartir lo que a cada uno le pasa, lugares donde permitirse la vulnerabilidad y aprender de otros; dar con terapeutas especialistas para procesar. También comprender -de una manera que escapa a la racionalidad- que no es culpa de uno, que no es algo que uno pueda controlar -como casi nada en la vida- y que en muchos aspectos hasta para la ciencia es un misterio. Que mantener proyectos paralelos y no dejar que la vida se detenga es esencial, así como cuidar y alimentar la pareja.
Que estar activo y en búsqueda de lugares donde sentirse bien es clave, pero que las falsas promesas abundan, que la psicología positiva no alcanza y que todo lo que uno va adquiriendo en el camino, ya sean consejos para una alimentación sana, para una mejor relación con nuestro cuerpo, para entender nuestras historia ancestral o profundizar nuestra conexión espiritual, debe apartarse de un enfoque resultadista, no volverse una obsesión ni ponernos en un lugar de responsabilidad y culpabilización como si de lo que hiciéramos dependiera la llegada de ese hijo. No sea que uno vaya a enfermarse más, buscando la curación. Recordar que en última instancia aún nadie sabe completamente cómo ni por qué. Por qué con el mismo diagnóstico a una pareja le funciona el tratamiento y a otra no. Por qué la etiqueta de “infertilidad sin causa aparente” no es una rara avis.
Ojalá todo esto les sirva para atravesar mejor el Día de la Madre a ustedes que están allí, en medio del río; sé que es muy difícil.

Sepan también que el embarazo, la maternidad, cuando cuesta, se disfruta con muchísima más intensidad. Quizás porque uno ha dejado de darlo por sentado. Cada gramo de esfuerzo puesto si pudiera pesarse, nos hablaría de nuestra fortaleza, de nuestro amor, de nuestra voluntad y, ojalá, de lo que hemos sido capaces de aprender y crecer frente a la dificultad en pos de eso tan increíble, difícil, desafiante, hermoso, enorme, nutritivo – y por supuesto también lleno de sinsabores- que es tener un hijo. La maternidad empieza con la búsqueda: desde el día uno los hijos son nuestros maestros, capaces -lleguen a nacer o no- de enseñarnos sobre nosotras mismas.
Aunque en ocasiones sueñe con disponer de todo mi tiempo, mi energía, mis cosas, mi dinero y me pregunte si vale la pena todo el esfuerzo, me freno en seco y me siento a agradecer. Volvería a recorrer ese camino mil veces para traer a la vida a Lucas y a Joaquín, esas personitas que no son para mí, ni son de mi propiedad, que son lo que el universo ha decidido que sean pero en los que sembré con mi amor y dedicación de todos estos años, las semillas de lo que considero más importante.
No voy a decir que cualquier esfuerzo vale la pena, pero sí creo que abonar el fuego de este tipo de amor (resulte en una maternidad tradicional, alternativa o simbólica) nos ayuda a ampliar nuestra conciencia, empatía, nos hace trabajar en nuestra humildad, tomar contacto con nuestra vulnerabilidad y emociones; nos hace ser un poco mejores.
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