
Durante un tiempo, años (¿diez, seis, cuatro?), cuando alguien me preguntaba qué estaba haciendo, cómo iba, en qué andaba, yo, además de alguna otra cosa, podía decir: “Escribo una novela que se llama Vida en Marta”.
Durante un tiempo, yo fui el que hizo eso mientras tanto.
Aunque sé que esas horas y esos meses y esos años fueron de verdad y sustanciales (quiero decir: fueron algo) y podría, si quisiera, juntarlos con las manos para hacer una montaña de barro y arena (¿cuánto mediría de alto y ancho?), dándoles forma a palmadas o tomarmelos enteros como agua que cae de un chorrito entre las piedras de una cascada (¿con qué densidad, con qué fuerza?) o encajarlos en las celdas rectangulares de una tabla destacando en color la desazón, el arrebato, la concentración, el entusiasmo, la cantidad de letras “a”, la cantidad de palabras borradas, de eso que fue un montón (quiero decir: algo), me queda más bien poco.
Recomponer es inventar. Tratar de decir lo que pasó alguna vez. Armar formas con humo. ¿Cómo escribí, qué quise hacer y qué hice?

Me acuerdo sí de un primer impulso, una idea: quería contar una vida como si la evocara hacia adelante, tratar de recordar, escribiendo, un futuro. Tratar de escribir como escribe una memoria haciéndose. No sé qué estaba leyendo, no sé en qué estaba pensando, pero sí sé que eran días en los que alrededor la vida crecía y parecía querer avanzar empujándome. Un mar, podría decir (aunque no muy convencido, ¿de qué estoy convencido, o peor, seguro?) ese barullo de las olas, el viento, en fin, lo que atropella sin contemplar qué queremos, qué nos importa. Eran esos días en los que la vida mordía y se callaba de golpe y yo me acuerdo de usar la escritura (ese rinconcito quieto) para inventar un tiempo solamente mío. Me puse a escribir una vida. Lo que hay entre nada y nada. Quise decir que algo sea. Y algo fue. Ahí estaba en esos días: vivía la vida en mí, escribía La vida en Marta. Me había inventado una compañía.
Me acuerdo sí, de cuadernos en cafés, computadoras en oficinas, libros con notas en las páginas blancas y sueltas, después del final. Ahí escribía: Marta 32, Marta 16, Marta 7 y abajo, alguna frase, alguna idea. Para esa edad de Marta, para esa parte de la novela (la vida) que se hacía. Me acuerdo de charlas. Escuchaba decir a alguien algo (mi amigo Luis, mi esposa, mi mamá, alguno de mis hijos, una persona eventual, la amiga de una amiga), y sabía siempre si me estaba hablando a mí o a la novela. Estaba lo que era mío y lo que era de Marta. Durante un tiempo, estuvo lo que era nuestro.
Imposible saber qué decir y qué no, qué queda y qué se pierde al final de una vida entera. Anotaba y escribía cómo Marta iba haciendo sus cosas en distintas escenas. Algunas parecían importantes, otras no. Yo no sabía. Pero, sin atender a eso, me quedaba con las que me sonaban suyas. Escribía algo que a Marta le pasaba, llenaba ese tiempo y dejaba, además, un hueco. Eso era de Marta, eso otro no.

Escribir Vida en Marta fue estar en un tiempo al costado del tiempo. Pasar la vida escribiendo la vida en Marta. Llegué a pensar que eso podría ser una cosa para hacer. Quedarme ahí con ella siempre. Porque fueron años (¿diez, seis, cuatro?, ¿Una montaña de arena y barro, un chorro de agua desprendido de las piedras, una tabla de colores ordenados?) en los que la vida juntos fue la vida nuestra.
Escribí, sí, otros libros en el medio. Cuentos, poemas, una novela. Si tuviera que ser sincero, si pudiera (¿tengo? ¿puedo?) diría que escribo siempre lo mismo. Repito el mismo libro. El único que tengo y sé. Siempre, para escribir, miro el mismo pozo, veo ahí lo extraño, lo siniestro, lo ominoso, lo que está y no está en la oscuridad vertical, en el mirar mucho y fijo. En todas partes, un pozo. Decía Pizarnik eso de mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos. Me pasa, cuando escribo, al revés: lo que hay para mirar es polvo. Y con el polvo, trato de inventar una rosa, inventarme unos ojos.
Escribí y reescribí muchas veces. Corté, rompí, borré, tiré, corregí. Escribí varios libros. Pasé de primera persona (Ella) a tercera (Yo); de un libro de mil páginas a otro de seiscientas, a otro de cuatrocientas. Mi editora me ayudó a releer hasta llorar. Mirar (el polvo, la rosa, la novela) hasta que eso que estuvo ahí dejó de ser algo para mí y fue una cosa para otros. No sé cuándo terminé, porque terminé mil veces.
Me acuerdo, sí, de una madrugada, solo y tarde, los demás durmiendo. Me acuerdo (es mentira, no podía ser) que el mundo entero dormía. Quieto todo y yo escribiendo como no escribo nunca, (no soy así, eso me digo, yo no hago eso) con urgencia, en casa, despierto de más, sin calma, desaforado. Me acuerdo de muchas páginas de un tirón, de una presencia que estaba, que aparecía de verdad, que me miraba de afuera (es raro esto que digo, ¿qué digo? ¡qué vergüenza!, ¿un fantasma digo? ¡qué exageración!, pero es cierto), me acuerdo de un alivio. “Ya está”, decía yo, decía Marta. Decía una voz que venía de un pozo. Y yo me iba a acostar, y yo me dormía pensando que había escrito un libro listo y terminado. Y yo me inventaba que eso era cierto y después (¿de seis, diez, cuatro años?) eso fue.
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