En su segunda temporada, La edad dorada –el peculiar intento de Julian Fellowes de canalizar los temas de Edith Wharton en clave de Downton Abbey– abandona las elevadas y literarias ambiciones y se conforma con ser el proyecto más culebrón y tonto que siempre fue. Esto la convierte en una enorme mejora con respecto a la confusa y extrañamente anticlimática primera temporada, que estableció varias líneas argumentales prometedoras y luego inexplicablemente no cumplió ninguna de ellas. Ahora La edad dorada se conoce a sí misma: se trata de una serie sobre los nuevos ricos que gastan a manos llenas, para derribar las barreras sociales que la aristocracia estadounidense intentó mantener. Hay una sencillez pasmosa en eso, y en Bertha Russell (Carrie Coon), la verdadera heroína de la serie, cuyo único deseo es lograr una forma sin complicaciones de supremacía social punitiva, y que no adquiere absolutamente ningún rasgo o dimensión adicional en la nueva temporada.
Esta vez, Bertha quiere un palco en la Academia de Música (no porque le guste la música, sino porque conseguir uno demostraría que lo ha conseguido). La Sra. Astor (Donna Murphy), su vieja némesis –cuyo personaje no es más que la abreviatura de “dinero viejo”–, afirma que hay lista de espera y que otras familias van por delante de ella. Esto molesta a Bertha. La temporada actual también aborda los romances de mayo a diciembre, el cáncer, la violencia racial en el Sur, las disputas entre magnates por matar a tiros a los trabajadores que protestan por mejores salarios, el regreso de la malvada criada Turner (Kelley Curran), un inventor sin escrúpulos, una sorprendente quiebra, la construcción del puente de Brooklyn e incluso Oscar Wilde. Lo que está en juego en todos estos casos, palidece en comparación con la inversión sin aliento de la serie sobre si Bertha conseguirá su palco.

No puedo fingir que encuentro la cuestión tan convincente como la serie, pero impulsa otras subtramas más atractivas (y, como extra, hace posibles algunos trajes muy bonitos). Los fans de la familia Brook-Van Rhijns estarán encantados; todos tienen bastante más que hacer. Ada (Cynthia Nixon) y Oscar (Blake Ritson) destacan especialmente, pero Christine Baranski también hace un trabajo sorprendente como Agnes. Denée Benton consigue por fin profundizar en el dolor de Peggy, y la tensa relación con sus padres adquiere nuevas e interesantes capas, incluso cuando empieza a triunfar como periodista trabajando para T. Thomas Fortune (Sullivan Jones). Audra McDonald hace un trabajo especialmente bueno como Dorothy, la madre de Peggy. El Ward McAllister de Nathan Lane sigue siendo, por desgracia, un poco difícil de aceptar. Pero Marian (Louise Jacobson), la ostensible protagonista de la primera temporada, se beneficia enormemente de una historia reducida pero mucho más convincente, que parece fiel a su temperamento en las formas que su romance en la primera temporada nunca tuvo.
En cuanto a los Russell: los niños, un dúo atractivo, sufren las intervenciones cada vez más extrañas de su monomaníaca madre; Larry (Harry Richardson) se dedica seriamente a la arquitectura, mientras que Gladys (Taissa Farmiga, que merece algo más sustancioso) esquiva pretendientes. El marido de Bertha, George (Morgan Spector), lucha contra la sindicalización de sus trabajadores en una idea que amplía el largo historial de la serie de intentar convertir a George en un despiadado capitán de la industria –del tipo que podría llevar a un hombre al suicidio– pero también (¿quizás?) en un buen hombre. Es mejor no pensar demasiado en ello y, de todos modos, la química entre Spector y Coon sigue siendo (a pesar de un par de contratiempos agradablemente resbaladizos) fuera de serie.

Estas subtramas más serias a veces parecen menos verdaderas narraciones que un lastre moral. Yuxtapuestas a la frivolidad de la búsqueda de Bertha, pretenden hacer que la alta sociedad parezca un poco tonta, pero el efecto es desigual; a la serie le gustan demasiado los Russell como para socavarlos seriamente. Aunque el mundo parece más grande –y a pesar de un reparto más amplio que incluye a Laura Benanti como una viuda que espera rehacer su casa de Newport, Matilda Lawler de Station Eleven como una de las mayores fans de Marian, Nicole Brydon Bloom como una heredera elegible y (lo más emocionante, para los de cierta generación) Robert Sean Leonard, que interpreta al nuevo pastor de la ciudad– la estirada sociedad en la que Bertha lucha por penetrar parece bastante más pequeña. El mundo de los “viejos ricos”, su antagonista nominal, parece tan débil que a veces parece que la pobre Sra. Astor, una cifra en sí misma, los representa a todos; con la ayuda ocasional de uno o dos amigos estirados.
En cuanto al personal del piso de abajo, nada supera las guerras entre mayordomos de la primera temporada, pero hay muchas cosas que gustan en ésta, incluida una encantadora subtrama relacionada con una patente. De hecho, puede que sea en el piso de abajo donde surja cierta complejidad real en torno a la clase; más de una persona al servicio en la segunda temporada resulta tener cierta experiencia en millonarios (y en tener sirvientes). Es una dinámica divertida que permite que la exploración de la movilidad social, que normalmente se limita a Bertha (y su única estrategia, el gasto), adquiera un poco más de textura y amplitud.

La primera temporada de La edad dorada a veces daba la sensación de repetir sus premisas de forma tan compulsiva que se olvidaba de desarrollarlas. Lo mejor que puedo decir de esta nueva temporada, además de que es divertida y de que ocurren muchas más cosas, es que no comete el mismo error.
Fuente: The Washington Post
[Fotos: prensa HBO Max]
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