
La discusión energética volvió a instalarse en el centro del debate económico, esta vez con un mensaje inquietante, Colombia estaría entrando en una zona de riesgo que podría sentirse en los hogares, las industrias y casi cualquier actividad que dependa de la energía. El llamado de alerta no proviene del Gobierno ni de las empresas del sector, sino de Fedesarrollo, que en un informe reciente dibuja un panorama desafiante para los próximos años.
Aunque la advertencia abarca varios frentes, el diagnóstico sobre el gas natural captura especial atención. El centro de estudios describe un escenario donde la oferta nacional se reduce más rápido de lo previsto y las alternativas para suplirla no avanzan al mismo ritmo. En su análisis señaló que, “los impactos del déficit de gas natural son debidos a la reducción de la oferta doméstica, a las dificultades para ampliar las capacidades de importación en el corto plazo y al aumento de precios para los usuarios finales por necesidades de importación”. Es una combinación que, según el informe, pone al país ante un déficit estructural y la posibilidad real de desabastecimiento.
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El informe también señaló que el riesgo no es exclusivo del gas. La energía eléctrica enfrenta tensiones que podrían desembocar en un escenario semejante. Fedesarrollo recordó que la última vez que se vivió un riesgo simultáneo de este tipo fue en 1994, lo que dimensiona la magnitud del problema. La diferencia, advirtió el documento, es que hoy la demanda es mayor, los sistemas son más complejos y el margen para maniobrar es más estrecho.
Mientras tanto, los números del mercado confirman la presión creciente. En lo corrido de 2025, el 17,5% del gas que consumen los colombianos ya proviene del exterior. Y la dependencia puede aumentar. Si la mitad de la oferta llegara a ser importada, las tarifas sentirían el impacto, los cálculos plantean que el aumento podría ser del 44,6% en Bogotá, 44,9% en Medellín, 45,8% en Bucaramanga, 30,3% en Cali y 11,7% en Barranquilla. Para los hogares, esto significaría un golpe directo al bolsillo; para las industrias, una presión adicional en costos que afectaría su competitividad.
Frente a ese panorama, una de las preguntas inevitables es si el racionamiento, una medida extrema pero conocida en el país, podría evitar un eventual desabastecimiento. Fedesarrollo también se detuvo en ese punto y calculó las consecuencias.

Según el informe, “racionar electricidad y gas costaría 1,5 % de crecimiento del PIB, pérdidas de por lo menos 260.000 empleos anuales y una condición de pobreza adicional para 250.000 personas”. No sería, en otras palabras, una salida indolora. El impacto económico se trasladaría al mercado laboral y, finalmente, a los hogares más vulnerables.
El estudio no se limita a registrar datos, plantea la urgencia de tomar decisiones estructurales. El país, sostiene, necesita acelerar la ampliación de infraestructura para importar gas, revisar la planificación de la matriz eléctrica y fortalecer las señales regulatorias para que nuevas inversiones se materialicen. También sugiere coordinar políticas de corto y largo plazo, evitando que el sistema permanezca atrapado entre la demanda creciente y la oferta insuficiente.

Aunque el documento no habla de un colapso inminente, sí señaló que los próximos tres años serán decisivos. Entre 2026 y 2028 podrían coincidir los picos de escasez en gas y electricidad si no se avanza con rapidez en los proyectos necesarios. Las discusiones sobre nuevas plantas, ampliación de puertos, conexiones de transporte y ajustes tarifarios, que durante meses parecieron debates técnicos, hoy adquieren un sentido de urgencia más amplio. Para los consumidores, por ahora, la alerta no implica un cambio inmediato en el servicio. Pero la advertencia sí invita a mirar más allá de la factura del mes.
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