Armero, el sueño inconcluso: a 40 años de la tragedia, sobreviviente compartió sus recuerdos más profundos de la noche que cambió su vida

Jairo Rodríguez Ovalle, uno de los cerca de 4.000 que se salvaron de la catástrofe natural en la que murieron 25.000 personas, habló con Infobae Colombia y dio su estremecedor relato de lo ocurrido aquel 13 de noviembre de 1985

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Jairo Rodríguez Ovalle, sobreviviente de
Jairo Rodríguez Ovalle, sobreviviente de la tragedia de Armero, habló de cómo vivió la noche en la que uno de los municipios más prósperos del Tolima desapareció del mapa - crédito Jesús Avilés/Infobae

La de él, mi padre, es la mirada de alguien que ha visto el horror no una, sino varias veces en sus 76 años, y aun así resiste, batallando contra sus más amargos recuerdos. Cuando creyó que la vida le sonreía tras huir de los estragos de la violencia, fue protagonista de una de las noches más oscuras en el firmamento, por más de que el magma iluminó, a lo lejos, la cumbre que se convirtió en su imagen más frecuente.

Armero, ese copito de algodón, como solía recordarlo en sus tardes más calurosas, fue un renacer tras los sacudones que lo obligaron a convertirse en hombre todavía siendo un niño. Las consecuencias de magnicidio del caudillo Jorge Eliécer Gaitán aún golpeaban en la tierra liberal, y los chulavitas germinaron muerte y desolación en su finca, de más de 80 hectáreas, en la que alguna vez cosecharon esperanza.

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Jairo, el séptimo entre 14 hermanos, hijo de don Gregorio Rodríguez y doña Olinda Ovalle, se escapó del poder de las balas, pero no de su destino. Eso lo supo aquel 13 de noviembre de 1985, en una fecha que no solo se instaló en su memoria, sino que las secuelas desde entonces están marcadas en su piel y en su alma, hasta cuando ese Dios al que nunca le ha pedido explicaciones, determine el fin de sus días.

Los Rodríguez, de tenerlo todo a empezar de cero

“A los que vieran más o menos conocidos les avisaban: ‘váyanse porque les vamos a quemar la casa, los vamos a matar’. Nosotros nos marchamos y a los quince días mataron a nuestros vecinos y les quemaron la casa y todo“. Así recordó aquel momento en el que, con apenas cinco años, dejó su terruño en Falan para empezar de cero en la población más próspera del norte del Tolima, viviendo en una pieza de madera.

La violencia derivada en los
La violencia derivada en los territorios tras el magnicidio del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán impactó en el norte del Tolima, de donde es oriundo el protagonista de esta historia - crédito suministrada a Infobae Colombia

Así cambió el maíz, el café, el cacao, la yuca y la piña que brotaban de aquella tierra fértil regada por el río Morales, a vivir de la caridad. La muerte de don Gregorio, apenas dos años después de haber sido amedrentados por el ruido de las balas, tras una enfermedad renal crónica, dejó a la familia sin su único sustento fijo y mandó a la calle a los hermanos mayores, con la obligación de llevar el pan a la mesa.

“Armero era liberal. Y nosotros como liberales nos fuimos pa’ Armero. Y allí, el sacerdote -cuentan los vecinos-, se subía al púlpito, arriba del campanario, y con una escopeta, al liberal que iba pasando, que no le gustaba, le disparaba. La gente se rebeló y fue y lo bajó de allá y lo mataron”. Así resumió Rodríguez uno de los mitos que hicieron carrera sobre Pedro María Ramírez, asesinado tras el 9 de abril de 1948.

De aquella época y sus sobresaltos, Jairo recordó cómo hizo su primera comunión descalzo, sus años de primaria en la escuela Jorge Eliécer Gaitán, en donde se dio cuenta de sus habilidades para las operaciones aritméticas, y de cómo tuvo que interrumpir su bachillerato en el colegio San Pío, siendo ya un fanático de los libros de la historia antigua, para ganarse su propio sustento y ayudarle a su mamá.

Así, dejó todo -o más bien, lo poco que tenía- y se fue a Bogotá, a donde volvió tiempo después, sin proponérselo, para aprender que la vida le tenía deparado un largo camino. Estuvo en un almacén de repuestos agrícolas, por la zona de la avenida Caro, que por ese entonces no era el dolor de cabeza para los conductores que transitan por el norte de la capital de la República, en una estancia que duró poco.

También anduvo por la próxima Ibagué, a donde llegó a ganarse 30 pesos al mes, suficientes para esquivar el hambre y tener un rincón en el cual descansar. Pero, al poco tiempo regresó al municipio en donde, con su hermano Mario José -por el cual yo llevo su nombre- pudo forjar un próspero negocio de bicicletas, El Sprint, al que le dedicó sudor y lágrimas para, como se dice, llegar a la línea de meta.

En este lugar quedaba el
En este lugar quedaba el talle del Club Ciclo Cóndor y la bicicletería El Sprint, a donde la avalancha sorprendió a Jairo Rodríguez Ovalle - crédito suministrada a Infobae Colombia

“Yo me dediqué a las bicicletas. Mi hermano, que había estado en San Andrés Islas, tenía un local pequeño. Yo sabía arreglarlas, en Bogotá había aprendido muy bien la técnica. Me puse a ayudarle a él y sobresalimos. Así conseguimos plata y propiedades”. Durante casi dos décadas, Jairo construyó un patrimonio que, en menos de 30 minutos, ese fatídico miércoles, terminó sepultado bajo el lodo.

Armero y la antesala al miércoles fatídico que la borró del mapa

La conquista del Reinado Nacional de la Belleza de Edna Margarita Rudd Lucena, nacida en Armero y hasta ahora la única tolimense en haber triunfado en el concurso, en 1965, sin duda puso en el mapa de Colombia a la villa blanca. Y, si se quiere, la composición del maestro José Barros, conocido como Armero Señorial; del que existen escasos registros sonoros, pues su creador la transformó en Palmira Señorial.

Pero, el municipio que figuraba como uno de los 45 que en 1985 comprendían el orden político del Tolima, y que desde 1930 se denominó de esa manera en honor a José León Armero, prócer independentista, literalmente desapareció mientras sus habitantes dormían. A decir verdad, pocos sabían de los antecedentes de 1595 y 1845, antes de erigirse la que fue conocida como la villa de San Lorenzo.

Mi padre, que a la par de su local de venta de bicicletas también era el director técnico del club de ciclismo Ciclo Cóndor, se encerró esa noche en su taller a ajustar algunos de sus ‘caballitos de acero’. En la tarde había sido advertido por sus pupilos de que en las vías aledañas caía de forma copiosa ceniza y, ante la novedad, prefirieron devolverse a la cabecera municipal y avisar de lo presenciado.

Este era el uniforme del
Este era el uniforme del Club Ciclo Cóndor de Armero, fundado por los hermanos Jairo y José Mario Rodríguez Ovalle - crédito suministrado a Infobae Colombia

“Yo trabajaba de 8:00 a. m. a 12 m. y de 2:00 a 6:00 p. m. Y de ahí en adelante me dedicaba a los entrenamientos. Cuando tenía que tener los muchachos, salía en moto a guiarlos y poder dar instrucciones como tenía que hacerlo. Las bicicletas yo mismo se la arreglaba”, rememoró el protagonista, que se ha apartado del que, considera, es el malgastado recuerdo de la pequeña Omayra Sánchez.

La de ese miércoles de horror, había sido entonces una tragedia advertida. En el fondo, Jairo lo comprendió, pues su cuñado Ovelio González, en una de sus travesías por las montañas, llegó seis meses antes asustado a su almacén y le dijo: “Mire, el río Lagunilla dejó de correr”. Tras informar a un amigo en la emisora local Radio Armero, se enteró de un represamiento natural al que no se le prestó atención.

Vieron que había un derrumbe inmenso y había tapado el cañón del Lagunilla. Entonces, hasta que no tiraron la represa, no volvió a correr”, afirmó Rodríguez, que con ello hizo, quizá, una dolorosa confesión. “Mi hermano Mario, que era concejal, fue a una comisión. Pero, a él le lavaron el cerebro: ‘No, eso no pasa nada, es un sitio turístico’”, contó sobre la represa de 200 metros de largo y 80 m de profundidad.

El reloj marcó las 11:00 p. m. y Armero, poco a poco, dejó de existir...

Culminada su labor, quiso descansar en una colchoneta que tenía en el taller y adentrarse en las historias e informaciones transmitidas a través de las ondas hertzianas. Los ecos de la toma del Palacio de Justicia todavía resonaban en los diferentes espacios, pero a diferencia de lo que aconteció con el Bogotazo, en la población no hubo una reacción explícita en las calles; era, más bien, un hecho lejano.

La ceniza húmeda que fue la que alertó a sus ciclistas, esparcida sobre las vías que ellos solían recorrer y conectaban al municipio con epicentros cercanos como Líbano, Cambao e Ibagué, era señal inequívoca de lo que se avecinaba: el león dormido había despertado. El Nevado del Ruiz dio avisos que fueron sistemáticamente ignorados y que llevaron a todo un país a aprender la más dolorosa de las lecciones.

Remanente de la cúpula de
Remanente de la cúpula de la Iglesia de Armero, que fue arrasada por el lodo - crédito Servicio Geológico Colombiano.

“Estaban dando el partido entre Millonarios y Cali. Me sentía cansado, entonces me recosté un poco. Pero a las 11:00 vi cómo empezó la avalancha. Era agua, toda llena de hojarasca, como a 50 centímetros de altura. Me levanté y miré por la reja cómo pasaba la gente corriendo por la (carrera) 18. Al preguntar qué había pasado me dijeron: ‘El Lagunilla se desbordó’“. Ahí las lágrimas encharcaron su relato.

Lo que vino después fue una dramática lucha por mantenerse a flote y escabullirse, de algún modo u otro, del río de lava incandescente que destrozó todo a su feroz paso. Desesperado, Jairo se subió al techo de su local y saltó hacia la terraza del vecino, con el fin de resguardarse del impacto de la lava incandescente, en una especie de crujido violento que, al vaivén de la corriente, lo dejó sin opciones.

“Desde la terraza miraba que lo que pasaba. Él tenía una casa de seis metros de frente por 12 de fondo de concreto armado, por lo tanto, eran una vaina bien hecha que estaba resistiendo la avalancha. Antes de la terraza había dos palos de mango, en el almacén de nosotros, que la protegían, pero empezó a estremecerse. Desde allá vi cómo se acabó todo“. Una pausa le permitió internarse en sus recuerdos.

Como si hubiera pasado ayer, al hoy abuelo se le vinieron en cascada los recuerdos de la frenética noche. En medio de sollozos, intentó describir las olas que alcanzaron los cuatro metros de altura, las mismas que taparon no solo casas, sino estructuras como el hospital San Lorenzo: que era de cuatro plantas, pero tres quedaron literalmente enterradas en medio del lodo volcánico que fundó su estructura.

“Hasta que a lo último, sentimos cómo la avalancha de barro mezclado le dio a la casa. Yo le dije a mi vecino, que estaba con su mujer y sus dos niños: ‘nos fuimos’. No le mencioné más”, describió Rodríguez el momento en que, finalmente, se convirtió en un cuerpo sin voluntad propia, aferrado a los designios divinos, en medio del candente río que lo arrastró, según su testimonio, por un camino sin fin.

La avalancha que se vivió
La avalancha que se vivió el 13 de noviembre de 1985 arrasó con Armero, y causó la muerte de más de 25.000 personas - crédito suministrada a Infobae Colombia

La descripción más fiel que pudo hacer mi padre de lo que alcanzó a percibir, fue la comparación con un desfile de tractomulas que, al mismo tiempo, iba a su paso iba sacudiendo “como una batea” las edificaciones, grandes y pequeñas, hasta reducirlas a la nada. En más de una ocasión, Jairo sintió que se le iba el aire y que se acercaba su muerte, y su pelea con esa sustancia viscosa y oscura era ya titánica.

Una piedra inmensa rompió la casa y traté de echarle mano a un palo de mango, mientras era consumido. Y ahí me fui de ahí arrastrado. El dolor en mis ojos era insoportable y si bien la avalancha era caliente, no tanto, porque venía con barro”, contó. De esos minutos, dijo que fue expulsado definitivamente en un sitio llamado el ‘Patio de los Indios’, a 8 kms de donde alguna vez tuvo su taller.

Junto a él pasaron al menos tres personas más, sin ser dueñas de su rumbo. Todos iban hacia un paraje incierto, esperanzados en que el barrizal no tuviera más caminos y los soltara. “Yo ayudé a sacar a una muchacha que tenía un palo aquí en el pescuezo. ‘¿Qué pasó?’, le dije. Y me respondió.: ‘No, se acabó’. Le pregunté después que quién era y me dijo que estudiaba en el San Pío. Ya estaba muy herido".

El cansancio de una batalla que dejó graves heridas en su cabeza y en sus brazos, lo dejó extenuado; pero, como él mismo lo ha repetido, ‘vivo por un propósito’. Así que intentó refugiarse cómo pudo, en medio de la oscuridad, para pasar así, en medio de lo absurdo, la primera noche de lo que sería su nueva vida, sin encajar todavía en una serie de situaciones que acababa de presenciar y protagonizar.

Los muertos para los que no hubo tiempo de llorar...

Mil interrogantes, todos sin respuesta, comenzaron a bombardear su cabeza. ¿Por qué Armero? ¿Por qué él?... Pero, los que más carcomían en lo que mencionó que le quedaba de cordura, eran los relacionados con qué había sido de su madre, Olinda; y sus hermanos, Mario José -el concejal-, Cecilio, Gloria Mariela, Aracelly, y la que era su adoración: su sobrina, Íngrid Carolina. Pero, de todos ellos no volvió a saber más.

La respuesta era obvia, pero difícil de aceptar: la avalancha se los tragó. No hubo tumbas, el monstruo del Ruiz le arrebató hasta el chance de ubicar sus restos para darles ese ‘último adiós’. Fueron 29 familiares, entre su círculo más íntimo, y también, primos y demás parientes, los que Jairo Rodríguez Ovalle, el hombre de cabello cenizo y ojos claros, perdió esa noche; en un dolor que aun lo persigue.

Jairo Rodríguez Ovalle retornó a
Jairo Rodríguez Ovalle retornó a Armero el 13 de noviembre de 1986 y llevó consigo unas cruces de madera para recordar a algunos de sus familiares muertos, entre ellos su madre, Olinda Ovalle - crédito suministrada a Infobae Colombia

“Estaba contento porque pensé que a ellos no les había pasado nada, porque la casa mía queda en una parte alta. Pero, resulta que allá fue más duro, pues por ahí entró la avalancha y acabó con todos", expresó Rodríguez, que conservaba la esperanza de verlos, así fuera, por última vez; lo cual no pasó, pues tiempo después, a manera de doloroso cierre, acudió a una notaría a protocolizar su desaparición.

Solo hasta la mañana del 14 de noviembre, el país supo lo que había pasado. Y se enteró por la voz del piloto Fernando Rivera, que con su reporte, sacudió a todos los rincones del territorio patrio. “Armero quedó arrasado casi en un ciento por ciento”, exclamó. Por desgracia, en sus palabras no hubo un ápice de exageración; a esa misma ahora Jairo -ensangrentado, de pies a cabeza- palpaba su nueva realidad.

“Estaba oscuro. Cuando amaneció había muertos por todos lados. Niños ahogados, ganado, bultos de ropa, de cilindros, neveras, estufas... todo eso había arrastrado. Y allá me dejó, mientras yo seguía agarrado al palo de mango. Me fui a bajar y sentía que era caliente”, relató Rodríguez, que contó cómo se tiró ‘de barriga’ por entre el lodo para llegar a una montaña aledaña que se convirtió en refugio.

Al lugar también llegaron otros habitantes, desorientados, sin tener noción exacta de que eran los sobrevivientes del suceso natural más devastador en la historia del país. Descalzos, algunos de ellos, sin poder salvar nada de sus hogares, se toparon de frente con la desdicha de que en el horizonte solo se veía una capa oscura y densa, que cubrió todo lo que alguna vez fue la ciudad blanca de Colombia.

Las horas subsiguientes resultaron cruciales en este cruel desafío. Herido, buscó refrescarse con la lluvia que cayó en la zona y limpiarse su cara, embadurnada, y sus brazos y piernas, ya lacerados por la lava. Así esperó a que alguien se acordara de los que, al igual que él, habían logrado ganarle la partida a la muerte, aunque siendo un conocedor innato del terreno sabía que solo existía una manera: por el aire.

“Me metí luego debajo de un árbol que quedó en pie, pero en la noche no me aguanté la zancudera, tenía el barro pegajoso. No había para comer nada, solo el agualluvia que recogí con la mano y tomar un poquito porque tenía sed”, expresó Rodríguez. “Busqué la parte alta y me metí en un socavón, una erosión del barrancos y me tapé con unas ramas de guásimo”, prosiguió en su angustiante relato.

Así quedó el Hospital San
Así quedó el Hospital San Lorenzo de Armero, tras la avalancha de 1985 - crédito suministrada a Infobae Colombia

El rescate de ‘película’, del que no hubiera querido ser protagonista

Blanco de los murciélagos que azotaron su improvisada cueva, llegó el amanecer del viernes 15 de noviembre. Y con ello los sobrevuelos de los helicópteros que buscaban arañarle a la desgracia a los que no sucumbieron. Entre ellos mi papá, que fue a beber agua y a lavar su jean roto. “Había perdido mucha sangre y me quedé dormido”, espetó antes de que los recuerdos entrecortaran su melancólica voz.

Así fue hallado por los voluntarios que fueron al rescate de los que permanecían en la loma. Como pudo se subió una de las aeronaves y comenzó su periplo para ser atendido, pues su primera parada en lo que, para su fortuna, no fue un ‘paseo de la muerte’, se dio en Lérida: a 40 kilómetros de la desaparecida villa. Pero, por las lesiones en su cabeza y extremidades, fue trasladado a Venadillo, otra población cercana.

En ese paraje, le hicieron las primeras curaciones, en las que palpó lo delicado de su estado. Pero, un mal procedimiento médico, cerrarle una herida en su cráneo cuando aun tenía rastros de infección, complicó su situación: tuvo un cuadro de gangrena gaseosa que obligó a los galenos, algunos de los voluntarios tras la avalancha, a actuar de inmediato. “Me resparon todo y me trasladaron a Ibagué”, comentó.

“Llegué al hospital Federico Lleras y me dejaron en los andenes, pues todo estaba lleno. Después llegó un carro untado de sangre, por lo que pensé que era de los que transportaba carne, pero era de heridos. Me dijeron: ‘usted, súbase acá’. Anotaron mi nombre y así montaron a tres o cuatro personas más, pero me dio miedo, porque pensé que harían más experimentos, y me les tiré del carro”, expresó conmovido.

Caminando, a paso lento, llegó a una tienda contigua por el sector de Chapetón, en la zona rural de la ciudad, en la que -al revelar de dónde venía- fue auxiliado por un hombre, que le regaló una camisa. Jairo, que tenía algunos amigos, pidió llamar a uno en especial: Rubén Enciso. “Él llegó y me llevó a un colegio que abrieron para atender heridos y me compró cremas y otros elementos de aseo”, agregó.

En algo más de 30
En algo más de 30 minutos, Armero, la ciudad más pujante del norte del Tolima, quedó reducida a ruinas y lodo - crédito Flor Edilma Franco

Aseveró que fue el primer sobreviviente que arribó a este lugar, que como tantos otros cedió sus instalaciones para dar resguardo y atención a las víctimas, pero también, para recibir los miles de cadáveres. Ya para ese momento el reloj marcaba las 11:00 p. m. del sábado 16 de noviembre; justo tres días después del que en su existencia, sellada por el sufrimiento, hubo un antes y un después.

De lo que recordó, vio cómo médicos japoneses asistieron a apoyar al equipo médico local, y atendieron sus heridas con ungüentos que mermaron la gravedad de las mismas. Fueron seis días más los que permaneció en el sitio, antes de ser trasladado al hospital La Samaritana de Bogotá, con la ilusión de recibir la ayuda de amigos y familiares; en la que sería una prolongada etapa en su recuperación.

"Me daban muchos antibióticos y me hacían curaciones en la cabeza. Y cada todos los días iban cinco o seis neurocirujanos de la Universidad Nacional. Me iban a revisar y mirar qué tenía y qué pasaba. Me preguntaban mucho cómo me llamaba, dónde vivía y qué hacía, todo eso". Durante 30 días, Jairo, uno de los 4.000 armeritas que le ganaron la partida a la adversidad, fue asimilando lo que sería ese renacer.

Un nuevo comienzo: el resurgir en la ‘Ciudad Musical’

En la víspera de las fiestas navideñas, en las que solía compartir con sus seres más queridos y cocinarles su plato preferido, arroz oriental, acompañarlo con la refrescante gaseosa La Bogotana y tomarse algunas copas de vino blanco Grajales, Rodríguez dejó el centro asistencial. Pero contrario a la navidad pasada, la incertidumbre de no saber qué sería de él sin sus seres queridos lo embargó de tristeza.

Con pocos pesos en su bolsillo, que recibió como ayuda de quienes lo atendieron, tocó las puertas de Urbano Enciso, padre de Rubén, el hombre que lo socorrió tras la avalancha, y que lo acogió en su hogar por algunos días hasta cuando llegó un primo a ofrecerle posada. “¿Usted qué hace aquí si tiene familia?“, le dijo, antes de llevárselo a una pequeña casa, en la que lo acomodó en un catre y le dio las tres comidas.

Por cuatro años ese fue su hogar antes de conocer a Rosa: una joven mujer que había sido su pupila en el club de ciclismo, pero por avatares de la vida misma se salvó del horror en Armero. El traslado de su papá, Simón, guardián del Inpec de la cárcel municipal a Líbano, un mes antes del estallido del Ruiz, la llevó a ver a lo lejos lo que había acontecido, aun teniendo el volcán a su vista en cada amenecer.

Ella es Rosa Liliana Barbosa,
Ella es Rosa Liliana Barbosa, que fue ciclista aficionada y se convirtió en la pareja de Jairo Rodríguez Ovalle - crédito suministrada a Infobae Colombia

El amor por las vielas los juntó en este municipio, cuando él fue a visitar a una de sus hermanas, Genoveva, que se zafó de esa noche, así como lo hicieron otros de sus parientes. Él se acordó que ella, mi madre, vivía allí: preguntó si tenían información que permitierla encontrarla, pero el hecho de ser la única ciclista en esta población facilitó su búsqueda. Así, la naciente amistad se transformó en un hogar.

Con la paciencia del Job, la venta de un billete de lotería, forma de ganarse su sustento, motivado por uno de sus hermanos, Bertulfo, lo llevó después a comprar otro. Y de uno en uno se ganó la confianza de una agencia local, que le dio su primer crédito y lo hizo un exitoso lotero; que el 30 de enero de 1989 vendió su primer premio mayor, con el 3165 de la Lotería del Tolima, una sábana de 100 fracciones.

Estaba listo, para ese instante, en establecerse. Los intentos fallidos de verse favorecido con uno de los subsidios de vivienda para los que superaron la avalancha, motivados por ser un hombre solo, sin esposa e hijos, culminó en aquel año, cuando por la gestión del entonces gobernador Guillermo Alfonso Jaramillo, al que le había hecho campaña en Armero siendo senador, logró acceder a un beneficio.

No fue una casa regalada, pues con la venta de su primer mayor, Jairo tuvo con qué pagar la cuota inicial, de 1.400.000 pesos de la época, meses después de haberse sido entregado el inmueble; y así comenzó su resurgir, en la Ciudadela Simón Bolívar, que destinó su segunda etapa para armeritas flotantes. “Yo tenía que rehacer mi vida, ya que toda mi familia había muerto“, expresó entre lágrimas.

Las explicaciones que Belisario Betancur nunca dio

Y es que, a cuatro décadas de ambos sucesos, separados por solo siete días en el calendario, Rodríguez lanzó una hipótesis sobre lo sucedido que resultaría lapidaria. “El ataque del Palacio lo taparon con el lodo”, sentenció. De hecho, sus reclamos desde entonces siempre han tenido el mismo destinatario: Belisario Betancur, y su inacción como presidente, en lo que coincidió con las víctimas del holocausto.

Belisario Betancur murió el 7
Belisario Betancur murió el 7 de diciembre de 2018, sin dar explicaciones claras sobre su accionar en la tragedia de Armero y el holocausto del Palacio de Justicia - crédito suministrada a Infobae Colombia

“Yo tengo mis dudas de que algo pasó con el Gobierno, porque por qué siete días después de lo del Palacio se dio la destrucción de Armero. ¿Por qué? ¿Qué pasó?“, afirmó. Las conferencias que se dieron en la iglesia San Lorenzo, de la que solo quedó en pie su cúpula, al parecer minimizaron los riesgos de lo que estaba ocurriendo, pues hablaban de leves inundaciones, pero no de actividad volcánica.

Este suceso sirvió como dolorosa lección para Ingeominas, por aquel tiempo la entidad encargada de monitorear la actividad sísmica. Y lo fue porque la vida de 25.000 seres se transó por la neglicenica y la ignominia, y se desestimaron, sin razón aparente, las súplicas de personajes como el alcalde Ramón Rodríguez, al que en sus frecuentes visitas a Ibagué -según recordó mi padre- llamaban “el loco”.

Incluso, reveló que en sus sueños pudo haber avizorado los estragos de ese día, pues dos meses antes del 13 de noviembre, tuvo una revelación incómoda: que su tierra desaparecía y que todos, en fila india, iban hacia una de las montañas cinrcundantes y lentamente eran consumidos por una máquina. Sin embargo, qué paradójico resultaría su premonición, pues justo cuando le llegaba su turno, se averió.

La visita del papa Juan Pablo II a las ruinas del próspero municipio, el 6 de julio de 1986, ocho meses después de la tragedia, no tuvo el significado esperado en su interior, pese a su vocación católica y su creencia en la virgen del Carmen. “En ese momento, los de Armero no teníamos patria, no teníamos Dios ni nada, porque él nos había desamparado. Pero aún así yo creía en él. La verdad, no me dio nada verlo”.

Las huellas en su mente de este infausto suceso lo hacen alertarse cada vez que en la radio o la televisión se registran novedades sobre la actividad volcánica del nevado. En ocasiones ha perdido su paz y vive, como él mismo lo manifestó, un constante estado de zozobra que le generan inquietudes insuperables; y el temor absorto de que un nuevo lahar le quite lo que con tanto esfuerzo ha obtenido.

Pero, lo que más le ha dolido en estos 40 años es ver cómo se instrumentalizó su desgracia y la de todo un pueblo. La forma, a su juicio, despiadada en la que se malversaron fondos dedicados a la reconstrucción, las ayudas del planeta que se quedaron en anaqueles y bodegas y, en consecuencia, las promesas incumplidas de todos los que se usufructuaron con el dolor de los sobrevivientes.

Así luce Jairo Rodríguez Ovalle,
Así luce Jairo Rodríguez Ovalle, sobreviviente de Armero, a 40 años de la tragedia - crédito suministrada a Infobae - Colprensa

“Sí, todavía me afectan muchas imágenes, muchos recuerdos de la tragedia, corriendo de la avalancha, del lodo. Todas esas cosas. Por eso yo cada vez me despierto, en la noche dos o tres veces. Me veo interesado en pensar en que estamos en una zona de riesgo, porque es que si el Ruiz hizo eso con Armero, qué puede hacer el Machín, Dios mío“, concluyó, mientras pasaba sorbos de agua para serenarse.

Para Jairo, el sueño inconcluso llamado Armero es hoy patrimonio de la humanidad. Sus ruinas y su voz serán el único legado que podrá dejarle a los que somos sus hijos, Mario Alejandro y Katherine Carolina; a su nieta, Zoe Samantha, que disfruta en su entrada vejez; a su esposa, Rosa, y a todos los que supieron que en el norte del Tolima existió alguna vez una ciudad pujante que lo acogió con amor.