
Durante seis años de celibato, a finales de mis veinte y principios de mis treinta, empecé a escribir comedias románticas. Expresar la sensualidad a través de personajes de ficción me ayudó a sobrellevar la frialdad de la castidad. Sin falta, escribía finales felices en los que mis heroínas superaban los miedos románticos, tenían buen sexo y se enamoraban. Era bonito imaginarlo.
En la vida real, me sentía muy insegura a la hora de tener citas. Mis primeras parejas sexuales me mantenían en secreto o me trataban como si fuera desechable. A los 25 años, tuve relaciones sexuales borracha con un chico del que estaba enamorada y me dejó humillada: una prueba concluyente de que, en el mejor de los casos, era indeseable y, en el peor, repulsiva. Empecé a evitar toda forma de intimidad romántica.
El celibato era técnicamente una opción, pero se convirtió en una maldición que me oprimía el alma. Solo hablaba de ello con mi hermana y mi terapeuta. Una o dos veces al año, me armaba de valor para tener una cita y luego me pasaba el encuentro sudando de ansiedad. Estaba convencida de que todos los hombres me veían con la imagen que tenía de mí misma.
A punto de cumplir 32 años, volví a ver "Sexo en la ciudad". Había olvidado que Carrie Bradshaw tenía 32 años en la primera temporada. Lo tomé como una señal de que no era demasiado tarde para cambiar mi vida romántica. La edad de Carrie reforzó mi parentesco con ella como escritoras románticas solteras de Nueva York que nos quedamos atascadas en nuestras propias narrativas. Sin embargo, Carrie nunca reserva su sexualidad solo para su faceta de escritora. En las citas, se muestra segura, aventurera y abierta.
Al ver las escapadas de Carrie, tuve recuerdos de romances no realizados y no pude evitar preguntarme: ¿Qué habría hecho Carrie en mi lugar?
Recordé al encantador artista de Bushwick que se tropezó en su escalera cuando intentó besarme. Murmuré: "¿Estás bien?", antes de subir a mi Lyft y no volver a verlo.
Carrie se habría quedado y lo habría besado.
Un otoño visité a una amiga en Praga cuyo compañero de trabajo, casado, nos acompañó a cenar. Cuando se levantó para ir al baño, le dije: "Buena suerte". Hizo una pausa para sonreírme. Me sonrojé. Aunque intercambiamos bromas de primera, nunca iría tras alguien que no estuviera soltero.
Carrie tuvo una aventura con un hombre casado.
Días antes de mi cumpleaños 30, tuve un encuentro surrealista con un actor famoso. Me dio su dirección de correo electrónico. Escribí un mensaje demasiado elaborado y me hice la interesante cuando me contestó. El nominado al Oscar no acabó con mi abstinencia.
Carrie habría hecho que el famoso la invitara a salir a una cita hollywoodense después de escribirle correos.
Si hubiera sido más como Carrie en esas situaciones, se habrían acabado mis problemas de intimidad. En lugar de proyectar mis deseos románticos en heroínas de ficción, ¿por qué no imitar la audacia de Carrie en la vida real? Me comprometí a pasar el año siguiente preguntándome: ¿Qué haría Carrie?
El cambio fue inmediato. Encarnando a Carrie, perseguí historias, no sentimientos.
En abril y mayo, asistí a citas rápidas casi todas las semanas. El torbellino de conocer a ocho hombres por noche acalló mi ansiedad y me ayudó a actuar de forma ganadora en cuestión de minutos. Les sonreí a desconocidos guapos, que normalmente me devolvían la sonrisa. Dejé que un bonachón fanático de la banda Phish me besara bajo la lluvia, lo cual fue torpe y decepcionante. ¿Qué haría Carrie? Besar a otro.
El fin de semana de Halloween, mi amiga Natalie me llamó para preguntarme si tenía planes. No tenía. ¿Qué haría Carrie? Disfrazarse y salir.
En un bullicioso bar de Park Slope, Natalie nos condujo hasta el hombre más alto que he conocido. Mientras me sonreía con una atracción inconfundible, yo le sonreí.
Se llamaba Stephen. Nuestra conversación fue entrecortada, pero por primera vez la charla casual no me molestó. Nos miramos con alegría a los ojos toda la noche. Estoy demasiado absorta en mi mundo para las demostraciones públicas de afecto, pero Carrie no, así que besé con pasión a Stephen en la Quinta Avenida de Brooklyn.
Salimos tres veces esa primera semana. No tuvimos química conversacional, pero seguí adelante. Stephen me enviaba selfis que yo inspeccionaba con curiosidad. Las citas modernas se rigen por aplicaciones que premian la fotogenia. No consideraba a Stephen atractivo en fotos y no habría coincidido con él en línea, pero en persona me sentía químicamente atraída por él. Además, Carrie salió con muchos hombres poco fotogénicos.
Por desgracia, Stephen y yo no teníamos nada en común más allá de desearnos y que nos gustara la canción de Don Henley "The End of the Innocence". Cuando la canción sonó en la bocina de mi sala, Stephen dejó de besarme para decir: "Esta es la canción". Esperé a que dijera algo más, pero no lo hizo. De repente me molestaron nuestras insulsas interacciones. ¿Qué haría Carrie? Tendría sexo con Stephen de todos modos.
Antes de hacerlo, le dije: "Hace tiempo que no lo hago". No me interesaba definir cuánto "tiempo", y Stephen no preguntó.
El sexo estuvo bien. Después de tanto tiempo, esperaba un torrente de emoción después de hacerlo, pero no hubo nada de eso. Me alegré de que el contador de mis días de celibato se reiniciara, pero no me sentí más cerca de Stephen. Cuando se quedó dormido, lo desperté para que se fuera.
Los meses pasaron y seguimos teniendo sexo, pero nunca nos quedábamos a dormir juntos.
Cuando Stephen dejó de responderme los mensajes en Año Nuevo, supuse que la naturaleza casual de nuestra relación protegería mis sentimientos. Pero no fue así.
Lastimada emocionalmente y sin ganas de esperar a otra pareja sin conexión, recurrí a las aplicaciones, donde conocí a Matthew. Tras dos citas, nuestra energía parecía platónica, pero Matthew me confesó lo mucho que le gustaba. Halagada, seguí viéndolo.
Mientras tanto, conocí a Jason. A los pocos mensajes, le pedí que me mandara un mensaje fuera de la aplicación.
Mientras tomábamos unas copas, Jason me dijo: "¿Has leído 'Anna Karenina'? Sería una gran comedia romántica".
Pensé que bromeaba: "Anna Karenina es una tragedia, ¿no?", le dije.
Jason argumentó de forma convincente la adaptabilidad de la novela a las comedias románticas. Estaba tan absorta en nuestra conversación que no invoqué a Carrie.
Cuando llegué a casa, descargué un PDF de "Anna Karenina" y empecé a leerlo.
En nuestra segunda cita, Jason y yo vimos una película. La mesa que había entre nosotros tenía luces debajo y tarjetas para anotar pedidos de comida. Nos pasamos notas coquetas durante toda la película, una escena que me habría dado vértigo escribir, y ahí estaba yo, viviéndola.
En su casa, descubrimos la química de los besos. A mitad de un beso, hizo una pausa, apartó la mirada y dijo que tenía algo cursi que decir. Me preparé.
"Eres tan hermosa que me distraes", me dijo.
Me derretí. Bajo su mirada, acepté el cumplido en lugar de rechazarlo. Antes de irme, opté por la sutileza: "Espero volver a verte".
El viernes siguiente, Jason vino a mi departamento. Carrie tendría sexo con él. Jason y yo no estábamos preparados. Pasamos horas compartiendo historias.
Mientras nos abrazábamos, me sorprendí a mí misma diciendo: "No tuve sexo por más de seis años".
"Debe haber sido difícil", respondió.
Nuestra conversación al respecto me hizo sentir segura, vista, incluso sexy.
Cerca de la medianoche, Jason susurró: "¿Puedo quedarme a dormir?".
Mi corazón se aceleró. "Quédate".
Había evitado el sexo durante años, pero Jason me ayudó a darme cuenta de que lo que me faltaba era intimidad emocional. Qué dulce alivio.
Un par de días después, viajé sola a Big Sur. Sin señal de celular, mi mente tuvo la rara oportunidad de asentarse. Me sorprendió pensar en Jason todos los días. Estaba enamorada como una colegiala. Vi amaneceres que me reconfortaron el alma a lo largo de la costa de California y me permití la esperanza de estar con Jason.
La siguiente vez que vi a Jason, me pareció tan hermoso que me distraía. Cuando le propuse un plan y él respondió: "Es lindo imaginarlo", lo interpreté como reticencia y me invadió el pavor. Jason se durmió y yo percibí un cambio que me mantuvo despierta toda la noche.
Por la mañana, besé a Jason frente a la puerta de su edificio y luego me fui a casa, con el deseo de haber tenido un gesto más grandioso.
Ese fin de semana, deseé que el nombre de Jason apareciera en la pantalla de mi celular. En lugar de eso, Matthew me envió varios mensajes de texto y me llené de un resentimiento injusto.
El lunes, le envié un mensaje a Matthew para poner fin a la relación. Momentos después, recibí un mensaje similar de Jason. Yo quería que nuestra historia siguiera adelante, pero Jason estaba viviendo una historia diferente.
¿Qué haría Carrie? Enviar una respuesta con un juego de palabras. Pero eso no me parecía bien. Con Jason, estaba segura de ser yo misma. Así que le envié una respuesta sincera sobre lo importante que había sido para mí. Él respondió de la misma manera. Sin embargo, ni siquiera un cierre considerado calmó la punzada del potencial perdido.
Necesitada de aire, caminé durante kilómetros por el paseo marítimo de Brooklyn, con la esperanza de poder alejarme de la desesperación en una sola escena. El dolor me calentaba el cuerpo. Me había acostumbrado tanto al frío y aburrido sufrimiento del celibato que el calor de la pena romántica era abrumador. El dolor es el dolor, pero me había ganado la intensidad de su calor. Me merecía la vulnerabilidad, incluso cuando dolía.
Aquella noche me dolía el corazón. No podía dormir, así que abrí mi laptop y empecé a escribir este ensayo. Y aquí está, la aventura de mi heroína publicada en la columna de amor de un periódico. Eso es exactamente lo que Carrie habría hecho.
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