
ÉL ERA BUENO. ESTÁBAMOS BIEN JUNTOS. PERO DEJÉ QUE EL MIEDO ACABARA CON LA RELACIÓN.
Era un día cálido y soleado de diciembre. Donde vivo, en Adís Abeba, Etiopía, suele hacer calor y sol en diciembre, pero este día era diferente. Hay algo pesado en el aire cuando estás a punto de romperle el corazón a alguien, sobre todo cuando se trata de un corazón que te amó con dulzura, plenitud y valentía, en contra de las reglas del mundo que te rodea.
Esto sucedió hace cuatro años, cuando yo tenía 19. Me senté en una mesa en la esquina del balcón de la cafetería, donde siempre lo esperaba. Quería verlo venir para tener unos segundos extra de respiración y preparación. Así es como sobrevivo a la vida, ensayando todos los escenarios posibles. Un mecanismo de supervivencia que nunca he aprendido a desactivar.
Tenía delante de mí un macchiato vegano: leche de soya, como siempre. No soy vegano, pero la soya me parece más ligera. Menos culpable. Más cuidadoso. Y ese día necesitaba tener cuidado.
Entonces lo vi bajarse del autobús que siempre tomaba después del trabajo. Llevaba su impecable camisa blanca, fajada y planchada, como si fuera de camino a la iglesia. Su pulcritud siempre me hizo sentir humilde. Una vez me sentí culpable cuando lo abracé con una camisa que había usado dos días seguidos. Pero eso me encantaba de él. Estaba arreglado como yo no lo estaba. Limpio, tranquilo, constante. Duele cuando esas virtudes desaparecen.
Y sabía que, en unos minutos, sería yo quien las haría desaparecer.
Mientras caminaba hacia mí, luché conmigo mismo. Mi corazón, el que en mi cultura consideramos femenino, gritaba. Pero mi mente, el "macho responsable", seguía ganando. Siempre han estado en guerra, mi corazón y mi cerebro, como una pareja en un matrimonio sin amor obligada a permanecer junta bajo el mismo techo.
Me tocó el hombro.
Volteé y sonreí, aunque mi sonrisa temblaba. Él también sonrió con aquella inquietante sonrisa amable que aún aparece en mis sueños. Me levanté para abrazarlo. Inhalé su aroma y lo guardé en silencio en mi memoria. Por si acaso.
Se sentó. Vino la mesera. "Solo una botella de agua", dijo.
Y entonces empezó. Ese momento decisivo y silencioso en el que cada músculo de tu cuerpo intenta evitar que tu boca haga lo que está a punto de hacer.
"Te dije que volvería a casa la semana que viene", dije, en voz baja. "Y he estado pensando en nosotros. En lo que pasará después".
Me miró y se le borró la sonrisa.
Tragué saliva y dije: "No creo que debamos seguir viéndonos".
No dijo nada. Su piel casi caucásica se puso roja. Bebió un sorbo de agua y dejó la botella con lentitud.
"¿Por qué?", preguntó.
Me lancé a la lógica, una explicación que sonaba ensayada incluso para mí. Le dije: "Sabes que es casi imposible que vuelva pronto. La universidad me llevará cinco años. Incluso después de eso, encontrar trabajo no será fácil, sobre todo con la crisis que hay en casa. No veo cómo podemos tener un futuro".
Yo era del noroeste de Etiopía, donde un conflicto civil había desestabilizado la vida. Si esto fuera una película de guerra, describiría cómo mis palabras lo atravesaron como flechas y mancharon de rojo su camisa blanca. Pero aquí no había campo de batalla. No había ningún enemigo al que derrotar.
Excepto el miedo.
Excepto yo.
"Creía que nos amábamos", susurró.
Su voz rompió algo en mí. Algo que ya había vendado antes de venir. Porque sabía que esto nos lastimaría a ambos. Pero también sabía que, en mi país, un hombre no puede amar a otro hombre y vivir en libertad. Nuestro tipo de amor es innombrable. En algunos lugares, incluso se castiga. Por las leyes. Por un código penal. Aunque nadie habla de ello.
Aun así, mentí. Tenía demasiado miedo de decir la verdad. Por eso dije: "Nunca estuve enamorado".
Esa mentira resonó dentro de mí como un grito. Mi corazón --el mismo que había silenciado-- me aulló. Pero ya era demasiado tarde. Me había alejado de todo lo bueno. Había elegido la versión de la seguridad que me habían enseñado.
Aquella noche no nos besamos.
Eso había ocurrido meses antes, cuando aún creíamos que teníamos tiempo. Una vez habíamos reservado una habitación y le explicamos a la recepcionista que habíamos salido hasta tarde y que estábamos cansados y necesitábamos descansar. Una habitación doble. No hizo preguntas.
Nos tumbamos en camas separadas, el silencio entre nosotros como la niebla. Entonces me incorporé. Nuestras miradas se cruzaron. Se inclinó hacia delante. Y entonces, sin mediar palabra, me besó. Posó sus labios rosados sobre los míos oscuros. Cerré los ojos y solo vi luz. Mi cuerpo se derritió. Mis manos se ablandaron. Mi corazón latía con fuerza e intentaba hablar con el suyo. Estaba tumbado encima de mí. No pesaba, simplemente estaba allí. Como si lo único que yo sostuviera fuera su corazón.
Esa noche, besé a un hombre por primera vez.
Cuando salió de la habitación, me quedé solo en la oscuridad, con el sabor de sus labios aún en los míos. Quería rezar, pero no sabía cómo decir lo que había hecho. Mi fe cristiana nunca me enseñó qué hacer con un amor que se sentía tan sagrado y, a la vez, tan condenado.
No dormí. Me quedé tumbado, con la mano sobre el pecho, preguntándome si los corazones podían romperse por la plenitud.
Nuestra historia no era de traición, riquezas ni oportunidades perdidas. No era sobre otro amante o un trágico accidente. Se trataba de algo más silencioso... y más peligroso. Nos habíamos enamorado en un lugar donde nuestro amor era ilegal.
Hay pocas historias como la nuestra. Se pueden contar con los dedos de una mano y, aun así, la mayoría acaban en vergüenza o silencio. La nuestra estuvo a punto de acabar así también.
A veces me digo a mí mismo que no tenía que pasar, que encontrarme con él aquel día fue un truco del destino o una prueba de Dios, o quizá una trampa del diablo. Tal vez nunca estuvimos destinados a durar. Tal vez solo estábamos destinados a hacer daño.
Estábamos rotos por todo lo que no podíamos controlar. Las leyes de nuestro país. El miedo en nuestros huesos. La vergüenza cosida a nuestra fe y a nuestras familias.
Aun así, sé lo que sentí. Aunque no pudiera besarlo en el parque. O tomarlo de la mano a plena luz del día. O decirle que es mi amor en voz alta.
Amaba a alguien como yo.
Ahora, cuatro años después, sigo visitando esa cafetería. Me siento en el mismo sitio donde terminamos. Veo pasar a desconocidos --algunos ríen, otros van en silencio, algunos tomados de la mano como si estuviera permitido-- y me pregunto: Si nos hubiéramos conocido en un mundo más libre, ¿habríamos durado? ¿O habríamos sucumbido bajo el peso de ser el primer amor verdadero del otro?
A veces pienso que el amor es más fuerte cuando es breve, porque no tiene la oportunidad de pudrirse o decepcionar. Pero entonces recuerdo su voz, firme, amable, fiel, y lo sé: No era una tormenta pasajera. Era una estación en la que yo tenía demasiado miedo de quedarme.
Durante mucho tiempo, llevé una máscara que preguntaba a cada persona que conocía: ¿Eres aquel hombre que besé? No era una máscara literal. Estaba en la forma en que medía la amabilidad de cada hombre contra la suya. En la forma en que me alejaba a la primera señal de cercanía, aterrorizado de que esta vez pudiera amar más y perder más.
Pero por fin me he quitado la máscara. Ahora sé que nunca lo encontraré en otra persona. Y quizá nunca esté destinado a hacerlo. No solo me escondo de los míos. También me he escondido de mí mismo. Pero estoy aprendiendo que el amor no solo vive en el pasado, o en el dolor. Vive en las pequeñas formas en que empezamos de nuevo.
No estoy pidiendo que se cumpla un sueño. Estoy pidiendo un corazón. Un corazón que una vez cambié por miedo. Amar, para cualquiera, es arriesgado. Para mí, lo es especialmente. Incluso escribir sobre el amor es arriesgado para mí. Pero son riesgos que vale la pena correr. Ahora tengo 23 años, y soy más valiente de lo que era a los 19. Y tal vez, solo tal vez, si soy valiente en estas pequeñas cosas --si practico la valentía-- seré lo bastante valiente para abrir la puerta cuando el amor vuelva a llamar.
No como el chico que huyó, sino como el hombre que se quedó. Porque el amor merece más que el silencio. Y quizá yo también.
Últimas Noticias
En México, las orcas cazan tiburones blancos
Reportajes Especiales - Lifestyle

Afganistán lidia con otro terremoto tras una serie de catástrofes
Reportajes Especiales - News

Vuelve 'Nadie quiere esto'. Y también el debate judío sobre sus representaciones
Reportajes Especiales - Lifestyle
Nine Inch Nails y la música para cine que llena su espíritu
Reportajes Especiales - Lifestyle



