
Cuando, en marzo de 2024, la filial afgana del Estado Islámico (IS–KP), dejó una estela de 140 muertos y otros tantos heridos en la sala de conciertos Crocus City Hall de Krasnogorsk, a unos escasos 20 kilómetros de Moscú, pocos imaginaron que esa matanza tenía algo que ver con la convulsa franja del Sahel africano. Es cierto que había una componente afgana en la motivación terrorista y que el Daesh tenía cuentas con Rusia desde la guerra de Siria. Pero no es menor el odio que sienten contra Putin desde la consolidación de los golpes de estado prorrusos de 2020 en Níger, Mali y Burkina Faso y las consiguientes actividades militares de los Wagner en la región.
Si el Sahel formó parte de las motivaciones de aquel atentado terrorista, no fue solo por la retórica yihadista, sino sobre todo por el valor estratégico de esa franja africana convertida, hoy por hoy, en el epicentro del yihadismo mundial. Los datos del último Índice Global de Terrorismo (GTI) son rotundos: el 51% de todas las muertes relacionadas con el terrorismo en 2024 se han producido en el Sahel, cuando en 2007 representaban el 1% mundial. En suma, 3.885 muertos del total mundial de 7.555. Y durante el 2025 se han registrado, según la Armed Conflict Location and Event Data (ACLED), 2.500 víctimas mortales en más de 1000 actos vinculados al yihadismo. Solo en el mes de octubre están confirmados 99 ataques terroristas con un balance de 613 muertos, concentrados en la frontera entre Mali y Burkina Faso.
La inmensa mayoría ocurrieron a manos del Estado Islámico del Sahel (que desde 2020 ha duplicado el territorio que controla en Mali) y de la franquicia de Al Qaeda, Jama’at Nusrat al Islaman wal Muslimeen (JNIM, por sus siglas en inglés), que es la red más poderosa. De hecho, en 2024 fue la responsable del 73% de las acciones violentas en la región.
En suma, las dos organizaciones terroristas controlan prácticamente un tercio del país y su estrategia de acoso a las infraestructuras, bloqueo del combustible y hostigamiento permanente busca llevar al colapso a la junta militar que gobierna Mali. De hecho, en las últimas semanas Bamako ha sufrido un implacable asedio que hacía temer por la caída de la capital. La estrategia es evidente: crear un nivel de inseguridad e inestabilidad de tal magnitud que haga inviable el estado y posibilite el control del territorio por parte del yihadismo.
Y si la estrategia es clara, también lo es el objetivo: la creación de un califato yihadista al estilo del que tuvo el Daesh en Mosul, pero instalado al sur del Magreb. Es decir, una especie de Afganistán del Sahel situado a las puertas de Europa, con el riesgo de contaminación yihadista hacia los países del Magreb.
¿Cómo se ha llegado a esta situación, especialmente en Mali, considerada hasta el 2012 como una de las democracias más ejemplares de África? Los orígenes se remontan a principios del 2000, cuando el gobierno argelino consiguió derrotar al “Grupo Islámico Armado” (GIA) y a su franquicia el “Grupo Salafista para la Predicación y el Combate” (GSPC), y una parte de sus contingentes y líderes se instalaron al norte de Mali, creando acuerdos y complicidades con las comunidades del desierto, hasta el punto de dominar completamente el territorio. En 2007, la red terrorista juró lealtad a Al Qaeda y pasó a denominarse Al Qaeda del Magreb Islámico y durante años fue creando una estructura sólidamente implantada, que se nutriría, en 2011, con los flujos de armas y combatientes llegados después de la caída del régimen de Gadafi. Esta organización fue el embrión de la red de organizaciones terroristas que ahora sacuden todo el Sahel y amenazan con expandirse hacia las costas del golfo de Guinea.

Después vendría la violenta revuelta tuareg de 2012, la derrota del ejército, la práctica destrucción del estado maliense, y los meses de dominio de la región, que les permitió acumular un gran arsenal armamentístico. Finalmente, en 2013 con la Operación Serval de Francia, bajo el auspicio de la ONU, se restituyó el gobierno y se inició un gran operativo antiterrorista con Francia a la cabeza y un conglomerado de acciones multilaterales de lucha antiterrorista concentrados en el G5 Sahel (la fuerza conjunta integrada por Mali, Mauritania, Níger, Chad y Burkina faso), y la MINUSMA (Misión Multidimensional integrada de Estabilización de las Naciones Unidas en Mali).
Todo este operativo acabaría bruscamente con la oleada de golpes militares prorrussos que han bautizado al Sahel como “el cinturón golpista de África”. Dos en Mali, perpetrados por el coronel Assimi Goïta en 2020 y 2021, dos en Burkina Faso en 2022 y uno en Níger, en 2023. Y con las juntas militares, la llegada de Rusia a la región ha representado un cambio brusco en las relaciones internacionales -interrumpiendo toda relación con Francia y otros miembros de la UE- y la entrada de nuevos agentes como China y Turquía. A la vez, también ha forzado la salida de todos los operativos antiterroristas, substituidos por las fuerzas Wagner y por los grupos paramilitares del África Corps, la guardia pretoriana de la Junta militar de Mali. Desde la perspectiva de la lucha antiterrorista, este cambio de paradigma ha sido un absoluto desastre, porque no solo no remite la amenaza, sino que está arreciando sensiblemente con expandirse hacia las costas del golfo de Guinea. Tanto que el flujo de malienses que está huyendo hacia Mauritania creará un drama migratorio de grandes proporciones.
¿Será Mali un nuevo califato yihadista? ¿Lo será todo el Sahel? Los indicadores invitan al pesimismo, no solo por la capacidad del yihadismo de nutrirse de los conflictos intercomunitarios y presentarse como defensores de las comunidades marginadas, sino también por el fallo sistémico de los estados que allí operan. Territorios desestructurados, comunidades enfrentadas, gobiernos fallidos, intereses geopolíticos y ahora la bota rusa pisoteando la región. En esa situación de colapso profundo, los cantos de sirena del califato salvador son enormemente seductores para una población sin futuro y con un presente aterrador. Esa es la terrible evidencia: el yihadismo no avanza entre la población porque aterroriza, avanza porque convence. Es una ideología del mal hábilmente camuflada de esperanza.
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