En el laberinto de lonas y polvo de la Ciudad de Gaza, donde las sirenas anuncian cada día una nueva amenaza, hombres y mujeres desplazados han dejado de creer en el milagro de la supervivencia: “La muerte es mejor que esto”, resume uno de ellos, atravesando con sus palabras la indiferencia del mundo en testimonios recogido por la agencia Reuters.
El cierre de la semana pasada en Gaza trajo una nueva noticia envuelta en el eco de la destrucción: Israel declaró la ciudad “zona de combate peligrosa” y levantó la breve pausa táctica que, durante unos días, permitió a organizaciones humanitarias entregar víveres y agua. Lo que siguió fue una costumbre amarga para quienes ya viven en carne propia la aritmética del miedo: los bombardeos reanudados, los cuerpos sacudidos de sueño y una fila de tiendas azotadas por el viento caliente.
El campamento improvisado en medio de la ciudad pareciera suspendido en una especie de tiempo sin esperanzas. Mahmoud Abu Shari’ah, hombre cuya voz ya no busca consuelo, observa la hilera de tiendas agrietadas y describe la fragmentación de su familia como si enumerara daños materiales.
“Hubo bombas en nuestro barrio, caían proyectiles al azar” —dijo a la agencia Reuters, repasando con la mirada los rostros que sobreviven a su lado—. “Tuvimos mártires en la familia, por eso nos fuimos. Ahora algunos están en hospitales, otros bajo estas lonas. Nos hemos convertido en una familia errante”.
Los videos difundidos este miércoles muestran, a unos metros de allí, a los niños masticando pan seco, repartiendo entre ellos el silencio de los adultos. A diferencia de otros sitios donde la guerra es un titular lejano, en Gaza el desastre se palpa: mujeres amasan harina sobre piedras, una niña espera el turno para recibir agua de un balde mientras su madre cubre con un trozo de tela los cabellos sucios de ceniza.
“Hay niños, ancianos, personas con discapacidad que no hicieron nada para merecer esto. No queda salud, ni comida, ni agua. Todo se ha vuelto imposible” —continúa Abu Shari’ah, con una indignación resignada que atraviesa las paredes rotas y se pierde en la multitud.
El desplazamiento aquí no es solo un viaje, sino la experiencia de una herida interminable. Musab Shbat lo define en términos que desafían la imaginación:
“Nos han desplazado más de diez veces desde que empezó la guerra. Cada vez... es como si el alma saliera del cuerpo. De una tragedia a otra. De un sitio desconocido a otro igual de incierto”.
Los relatos se superponen, como capas de polvo que cubren las viejas calles y los nuevos campamentos. Ni la reanudación de las operaciones militares ni las negociaciones diplomáticas en otras latitudes alteran la rutina de la subsistencia diaria. En ese margen, la guerra es abstracta. Lo concreto es la ausencia: de comida, de hogar, de sueño, incluso de futuro.
La Defensa Civil informó el viernes de, al menos, 33 muertos desde el amanecer. El ejército israelí, contactado por agencias internacionales, guarda silencio. Mientras tanto, persisten los anuncios: la evacuación de la ciudad, aunque no inmediata, suena inevitable; las conversaciones para establecer zonas desmilitarizadas en la región, anunciadas por el primer ministro Benjamin Netanyahu, aparecen tan lejanas como la posibilidad de una tregua.
Al otro extremo del campamento, una mujer da vueltas al pan mientras un niño pequeño observa cómo caen las últimas gotas del balde.
“Pedimos solo que pare la guerra, que paren las muertes, porque ya llegamos a un punto donde la muerte es mejor que el desplazamiento” —dice Shbat, y la frase cuelga en el aire, desafiante y exhausta—. “Moriremos de cualquier forma. Yo creo que ya estamos muertos, solo esperamos nuestro turno. El desplazamiento no es vida”.

Fuera de Gaza, el mundo observa, responde con pronunciamientos y exigencias. La comunidad internacional multiplica los pedidos de cese al fuego, pero la respuesta —aquí— es la misma monotonía de explosiones y escombros. Las pausas humanitarias son paréntesis breves donde los niños juegan entre los restos, y cada noche, al caer la oscuridad, la incertidumbre se instala en la tienda más precaria.
La Ciudad de Gaza resiste. Bajo los techos de lona y el humo de los hornos improvisados, los habitantes repiten una letanía que subraya la magnitud del exilio:
“Estamos muertos en vida, esperando nuestro turno”.
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