El universo guarda sus memorias en fragmentos dispersos, vestigios que sobreviven a cataclismos y al paso del tiempo cósmico. Uno de esos vestigios es Bennu, un asteroide cercano a la Tierra que desde hace años fascina a la comunidad científica.
Su estudio permitió revelar que transporta consigo polvo más antiguo que el propio Sistema Solar, junto con rastros de espacio interestelar y materiales orgánicos que funcionan como cápsulas del tiempo.
Estos hallazgos no solo enriquecen la comprensión del origen de nuestro vecindario cósmico, también ofrecen pistas sobre cómo se formaron los planetas y hasta dónde llegan los lazos entre distintos cuerpos que hoy recorren el espacio.

Las investigaciones recientes se apoyan en el material recolectado por la misión OSIRIS-REx de la NASA, que en 2020 tocó brevemente la superficie del asteroide y trajo a la Tierra, en 2023, un tesoro de polvo y rocas para que equipos internacionales pudieran analizarlos en detalle.
De esos estudios surgieron conclusiones sorprendentes: Bennu contiene partículas que anteceden los 4.600 millones de años de historia de nuestro sistema solar y que provienen de regiones interestelares. “Todos estos componentes fueron transportados a grandes distancias hasta la región donde se formó el asteroide progenitor de Bennu”, explicó Ann Nguyen, científica planetaria del Centro Espacial Johnson de la NASA.
Es decir, en sus diminutas partículas conviven huellas de lugares cercanos al Sol, de rincones más alejados dentro de nuestro propio sistema y de los confines del espacio interestelar.

Los resultados no quedaron ahí. Los análisis apuntan a que el cuerpo progenitor de Bennu nació en las regiones exteriores del sistema solar, probablemente más allá de Júpiter y Saturno, y que más tarde sufrió una violenta colisión. “Creemos que este cuerpo progenitor fue impactado por un asteroide que se aproximaba y se desintegró”, detalló Jessica Barnes, profesora asociada de la Universidad de Arizona.
Ese choque generó fragmentos que volvieron a agruparse y, tras repetirse procesos similares, dieron origen a Bennu. Su historia se escribió a través de destrucciones y reconstrucciones, como si el universo insistiera en reutilizar sus propios materiales para dar nuevas formas.
La misión OSIRIS-REx permitió acceder por primera vez a estas piezas intactas. Y lo que los investigadores encontraron va más allá de un simple catálogo de rocas. Los isótopos analizados evidencian composiciones distintas según su procedencia, lo que confirma la mezcla de materiales de entornos radicalmente diferentes. Es como si Bennu fuera un archivo disperso, un compendio de viajes interplanetarios comprimido en un asteroide de apenas 500 metros de diámetro.
Comparaciones con Ryugu y los rastros de agua

Los estudios no se limitaron a mirar a Bennu en aislamiento. Los especialistas compararon sus características con las de otros cuerpos como Ryugu, el asteroide visitado por la misión japonesa Hayabusa2, y con meteoritos primitivos que impactaron en la Tierra.
Los resultados sugieren que todos ellos podrían haber surgido en regiones similares del sistema solar primitivo, pero también revelaron diferencias inesperadas. Mientras algunos modelos previos asumían que la región en la que nacieron era relativamente homogénea, los datos actuales demuestran que hubo más diversidad de lo previsto.
En Bennu, esa diversidad se reflejó en cómo el agua transformó sus materiales. Según Tom Zega, profesor de ciencias planetarias en la Universidad de Arizona, “el asteroide progenitor de Bennu acumuló hielo y polvo. Finalmente, ese hielo se derritió y el líquido resultante reaccionó con el polvo para formar lo que vemos hoy: una muestra compuesta en un 80 % por minerales que contienen agua”.

La presencia de esos minerales hidratados es uno de los indicios más valiosos, porque conecta la historia de Bennu con procesos que también influyeron en la Tierra primitiva. El agua líquida, incluso en proporciones microscópicas, dejó su firma en los minerales que ahora son objeto de análisis.
Además de la transformación provocada por el agua, la superficie de Bennu muestra señales claras de impactos constantes. Otro de los estudios publicados en Nature Geoscience registró cráteres microscópicos generados por micrometeoritos, así como fragmentos de roca previamente fundidos. También se detectaron huellas del viento solar, ese flujo perpetuo de partículas que emite el Sol y que actúa como un cincel invisible.
Lindsay Keller, científica planetaria del Centro Espacial Johnson de la NASA, fue contundente: “La erosión de la superficie en Bennu está ocurriendo mucho más rápido de lo que creeríamos, y el mecanismo de fusión por impacto parece dominar, al contrario de lo que pensábamos originalmente”.
Los asteroides como Bennu y Ryugu no contienen vida, pero su estudio resulta clave para entender cómo pudo surgir en nuestro planeta. Michelle Thompson, de la Universidad de Purdue, lo expresó con claridad: “Los asteroides son reliquias del sistema solar primitivo. Son como cápsulas del tiempo. Podemos usarlos para examinar el origen de nuestro sistema solar y abrir una ventana al origen de la vida en la Tierra”.

La conexión con Polana
En paralelo a los descubrimientos sobre la composición de Bennu, un nuevo estudio añadió otra pieza esencial: la relación entre Bennu, Ryugu y la familia de asteroides Polana.
Ubicada en el cinturón principal entre Marte y Júpiter, Polana es un cuerpo mucho mayor —con unos 53 kilómetros de diámetro— y se considera el remanente principal de una colisión gigantesca que ocurrió en las primeras etapas del sistema solar. A partir de esa colisión se habrían generado múltiples fragmentos, entre ellos Bennu y Ryugu.
La investigación, encabezada por la Dra. Anicia Arredondo del Southwest Research Institute, comparó datos espectroscópicos de Polana con muestras físicas de Bennu y Ryugu, así como con observaciones del Telescopio Espacial James Webb. Los resultados mostraron similitudes suficientes para sostener la hipótesis de un origen común.

“Muy temprano en la formación del sistema solar, creemos que grandes asteroides colisionaron y se fragmentaron para formar una ‘familia de asteroides’, siendo Polana el cuerpo remanente más grande (55 kilómetros de diámetro)”, explicó Arredondo. Esa colisión ancestral no solo dejó a Polana como el mayor sobreviviente, también sembró fragmentos que siglos después se convertirían en Bennu y Ryugu.
Los datos del James Webb, que captaron el espectro en el infrarrojo cercano y medio, reforzaron la coincidencia entre los tres cuerpos. Si bien se detectaron variaciones, estas no alcanzan para invalidar la teoría de un linaje compartido. “Son lo suficientemente similares como para confiar en que los tres asteroides podrían provenir del mismo cuerpo”, afirmó Arredondo. El hecho de que muestren algunas diferencias se atribuye a que cada uno siguió un camino distinto: Bennu y Ryugu se acercaron más al Sol, donde la radiación y el viento solar modificaron sus superficies, mientras Polana permaneció más lejos, acumulando impactos durante más tiempo.
Tracy Becker, doctora en astrofísica que también trabaja en el SwRI, lo sintetizó de manera elocuente: “Polana, Bennu y Ryugu han realizado sus propios viajes a través de nuestro sistema solar desde el impacto que pudo haberlos formado”.
Esa frase resume la paradoja de estos cuerpos: comparten un origen, pero cada uno cargó con condiciones únicas que modelaron sus superficies y composiciones. Bennu, por ejemplo, tiene apenas 0.6 kilómetros de diámetro, lo que equivale al tamaño del Empire State Building. Ryugu lo duplica, con 1.2 kilómetros, pero ambos quedan eclipsados por la magnitud de Polana. Esa disparidad de tamaños y trayectorias explica por qué, a pesar de su origen común, exhiben características diferentes.
Bennu y Ryugu se clasifican como asteroides cercanos a la Tierra porque orbitan el Sol dentro de la órbita de Marte. Sin embargo, ninguno representa un peligro real: las aproximaciones más cercanas están previstas en unos tres millones de kilómetros para Bennu y un millón para Ryugu, distancias seguras en la escala astronómica. Su estudio, por lo tanto, no se vincula con amenazas inmediatas sino con una oportunidad extraordinaria de comprender los orígenes de nuestro vecindario planetario.
El rompecabezas que surge de estos hallazgos transforma la visión de Bennu. Ya no se trata solo de un objeto que ocasionalmente se acerca a la Tierra, sino de un mensajero que conecta el polvo interestelar con la historia de la formación planetaria. Su análisis muestra que los materiales más antiguos del universo conviven con los efectos más recientes del viento solar y los impactos de micrometeoritos.

En paralelo, el descubrimiento de su vínculo con Polana y Ryugu agrega una dimensión genealógica: estos cuerpos no son islas solitarias, forman parte de una familia cósmica que nació de una colisión monumental.
Las muestras recolectadas por OSIRIS-REx y Hayabusa2 son apenas el comienzo. Cada grano de polvo es un testigo de viajes que recorren distancias impensables, desde regiones más allá de Saturno hasta el cinturón de asteroides y la vecindad de la Tierra.

Con ellas, los científicos buscan responder preguntas que trascienden a Bennu: ¿cómo se formaron los bloques de construcción de los planetas? ¿Qué papel jugó el agua en los orígenes de la vida? ¿Cuántos secretos del espacio interestelar quedaron atrapados en estas diminutas cápsulas?
La ciencia no promete respuestas inmediatas, pero sí ofrece una certeza: en fragmentos de roca como los de Bennu reside la memoria más antigua de nuestra historia cósmica. Y cada análisis, cada comparación, cada espectro obtenido, nos acerca un poco más a entender de dónde venimos y hacia dónde vamos.
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