
"Cuando vine de Birmania tenía siete años. Allí no podía ir al colegio. Conmigo vinieron mis hermanos. Caminamos hasta el río y luego cruzamos en barco. Tardamos quince días, aún me acuerdo", relata una adolescente de 16 años que reside en uno de los más de treinta campos de refugiados rohingyas que salpican la geografía del sudeste bangladeshí, en el distrito de Cox's Bazar.
Bajo el húmedo y caluroso clima que azota la zona, una gran llanura aluvial, la joven se desplaza hasta un centro de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) establecido en el campo 4 para dar un espacio seguro a las mujeres, un lugar en el que expresarse con libertad y acompañarse en la ardua tarea de vivir el presente.
Sin lugar al que desplazarse ni tierra a la que volver, las rohingyas reivindican su idioma, sus costumbres y su identidad, una forma de resistencia ante los peligros a los que son sometidas en Bangladesh, país al que llegaron con las manos vacías.
"Aquí estamos mejor que en Birmania, aunque hay problemas de seguridad. Me da miedo que me secuestren, sobre todo cuando salgo sola a las letrinas, durante la noche", lamenta la menor, cuyo nombre no puede ser revelado por motivos de seguridad.
"Los secuestros son comunes. Secuestran a niños y adolescentes para luego pedir dinero a cambio. A muchos nos ha pasado. A mí me intentaron secuestrar, pero no lo consiguieron. Esta situación era más común el año pasado, ahora ocurre menos", afirma en una entrevista a Europa Press.
La joven, que teme que la situación empeore por el descenso de la financiación global a la ayuda humanitaria, reivindica la presencia de más guardias de seguridad y pide una mejora de las condiciones, de por sí paupérrimas, para no pasar miedo al desplazarse por la noche hasta las letrinas.
El futuro es para ella difícil de imaginar: vive en una chabola de tres habitaciones con otras once personas, sin perspectiva alguna de que la guerra termine en Birmania, que se encuentra a tan solo unos kilómetros de distancia. Con la vida congelada, más de 600.000 mujeres luchan por preservar una identidad amenazada.
"Quiero volver a Birmania, pero con derechos. Quiero tener allí los mismos que tengo aquí", dice, con la cara cubierta de una especie de pasta de 'thanaka', un popular cosmético que sirve también para proteger la piel del sol. "Maquillarnos es importante para nosotras, forma parte de nuestra cultura, y es lo que más me gusta", declara.
En el centro de ACNUR, el tiempo parece detenerse. Más de una decena de mujeres advierten del problema de no contar con agua, medicamentos y atención sanitaria suficiente, pero destacan la suerte de paréntesis que supone salir de las barracas y reunirse en una zona ajena a los hombres.
Esto, señalan, ayuda a la toma de decisiones sobre cuestiones que les afectan en su día a día, especialmente a la hora de sortear trabas e imposiciones sociales conservadoras.
"Lamentablemente, este tipo de centros se están viendo muy afectados por el recorte de las ayudas, lo que también repercute en la situación de seguridad. Por eso necesitamos más financiación", asegura una de ellas. "Estamos hacinadas, no hay suficiente espacio, y eso es lo que tiene que saber la gente", añade.
DAR A LUZ EN LOS CAMPOS
En el campo 22, cada vez son más las que acuden a las instalaciones sanitarias del Comité Internacional de Rescate (IRC), especialmente para dar a luz o denunciar agresiones machistas. El centro cuenta con siete matronas que asisten una media de unos 70 partos al mes.
Aunque este centro permite gestionar complicaciones --como casos de hemorragia o preeclampsia-- y solicitar posibles desplazamientos a hospitales fuera del campo, muchas mujeres siguen mostrándose reticentes a buscar ayuda y siguen dando a luz en los chamizos, sobre el suelo.
"Al principio tuve problemas a la hora de introducir la idea de acudir al centro en la comunidad. Es importante que esto encaje con sus tradiciones, ir puerta por puerta para garantizar que saben que estos servicios existen", explica Yasmine Aftar, matrona, que destaca la posibilidad de recibir orientación y salud reproductiva.
Aftar apunta a la prevalencia de embarazos entre las adolescentes, muchas de las cuales acaban por dar a luz en los campos a los que han sido relegadas tras cruzar la frontera desde Birmania huyendo de la guerra y la persecución, especialmente desde la brutal campaña militar puesta en marcha en el año 2017.
Esta campaña provocó el éxodo masivo de unas 700.000 personas que continúan hoy viviendo en el que constituye ya el mayor asentamiento de refugiados del mundo, con una población que supera el millón de personas.
La importancia de las tradiciones y las redes familiares, así como las normas rohingyas sobre la alimentación, dificulta aún más su trabajo, que pasa por sortear la ineficiente red eléctrica. "Sufrimos más de diez apagones diarios, aunque tenemos un generador para casos de emergencia", recalca Aftar.
"LLEVAMOS AQUÍ MUCHO TIEMPO"
R., de 28 años, tiene un bebé de 40 días y llegó a Cox's Bazar hace ya ocho años. "En Birmania ni siquiera podíamos acceder a los hospitales porque no se nos considera ciudadanos. Pasé días caminando para llegar hasta aquí y luego tuve que subirme a un bote. No teníamos dinero, así que dejamos allí a mi madre. Cuando llegamos, el Ejército nos trajo aquí directamente", recuerda.
"Cuando me quedé embarazada había desafíos, especialmente a la hora de comer y cocinar. Por supuesto, tenemos miedo; el material para hacer los refugios no es bueno. Nos han robado. Pasa muy a menudo, pero los vecinos y las comunidades de acogida nos han tratado bien", destaca.
"Llevamos aquí mucho tiempo y todo es incierto. No sabemos si podemos volver porque hay mucha gente a la que están matando, y aquí hay ciclones y los refugios están en peligro. Necesitamos una mayor seguridad", dice R. que mece con ternura a su hija pequeña.
La joven asegura que tuvo que dejarlo todo atrás: "no pudimos coger ninguna cosa porque tiraban las casas abajo y las saqueaban". "Ni siquiera pude coger el burka. Salí con lo puesto porque solo pensaba en salvar la vida, pero quiero que los países hablen con las partes enfrentadas y presionen para lograr una solución para que podamos volver a nuestro país y vivir allí nuestra vida con seguridad", apunta.
Estas mujeres, atrapadas en Bangladesh con el único propósito de volver al que una vez fue su hogar, alertan de la posibilidad de que la crisis se extienda en el tiempo y cruce el umbral de la perpetuidad. Ante el temor a que su cultura se diluya con el paso de los años, muchas reivindican el poder de la escuela.
Sadia, una profesora rohingya de 21 años del campo 13, advierte de las dificultades para muchas alumnas, a las que enseña en su lengua materna, usada principalmente en el estado birmano de Rajine (Arakán) y similar al idioma que se habla en el bangladeshí Chittagong.
Trabaja con Minoara, una docente bangladeshí de 26 años que señala que "lo que más preocupa a los estudiantes es el cierre de los colegios". Juntas, forman un curioso tándem de ojos brillantes y mirada pausada.
"Si cierran las escuelas, no sé qué pasará. Muchos padres ya no quieren que vengan por los problemas de seguridad en el campo y a veces tenemos que ir a buscar a los alumnos a sus casas", sostiene Minoara, antes de expresar que con su trabajo "contribuye a la comunidad".
Apátridas y a la espera de un futuro mejor, estas jóvenes temen el cierre generalizado de los centros a partir de enero, cuando los recortes presupuestarios se exacerben. Estos lugares son, de momento, una bocanada de aire fresco para las niñas rohingyas, que viven día a día al borde del abismo.

